Categorías
Derechos Humanos Internacional

Milagros laicos

Milagros laicos

LAURA RESTREPO 07/02/2010

haiti mujer llorando«Grandes cosas van a salir de Haití, y de los millones de personas que en el planeta están con los haitianos», concluye la escritora colombiana. Lo que está en juego aquí, defiende, no es otra cosas que el destino colectivo.

Sí, Haití es un pueblo fuerte y digno, e infinitamente despojado y pobre; en estos días lo ha comprobado el mundo entero. Pero no es sólo eso. No ha permanecido pasivo ante la suerte que le han impuesto la naturaleza y, sobre todo, los imperios. Lejos de eso. El que ahora vemos postrado entre escombros y ahogada en basura dio, a nombre de la humanidad, dos de las mayores batallas contra la tiranía y la infamia: la abolición de la esclavitud y el quiebre del dominio colonial en América.

Era impensable que ganara, siendo su pueblo tan pobre y castigado como ahora, o más todavía. Pero ganó. Ganó en los dos casos. Se cumplió en Haití la frase de Höldein «donde crece el peligro, crece también lo que salva». Esclavos nacidos en las plantaciones, como Toussaint-Louverture; esclavos que llevaban el nombre de su amo, como Dessalines; esclavos marcados al fuego, como Rigaud, supieron convertirse en generales de hombres libres y encabezaron un ejército revolucionario de negros que derrotó a los soldados de Napoleón. Y como la libertad va pasando de mano en mano, Simón Bolívar llegó buscando apoyo a Haití, primer territorio soberano del continente, y lo obtuvo de un mulato al que siendo esclavo le habían dado el nombre de Pétion, el pequeño, pero que como presidente de su república negra, fue grande al apoyar la causa libertaria de la América hispana. De las costas de Haití partió Bolívar con doscientos patriotas, intelectuales y aventureros provenientes de distintos puntos del globo, que optaron por ser ejército y se embarcaron en siete goletas, mal equipadas con un solo cañón en la proa. El proceso histórico que allí se abrió desembocó en la independencia. Las palabras de Abraham Lincoln «nuestro país no puede ser libre y esclavo al mismo tiempo» serían réplica textual de las pronunciadas por Bolívar en Haití, al comprometerse con las causas de la libertad. Y es que ésta, ya se sabe, va pasando de mano en mano y de pueblo a pueblo.

En nuestros días aparece Obama, el joven negro que con su triunfo electoral le hizo sentir al mundo que, pese a todo, la historia de la humanidad seguía avanzando. Hoy, ya como presidente, manda ayuda humanitaria masiva a Haití. En principio, un bello gesto de solidaridad no sólo con los pobres, sino con su propia raza. Pero lo hace a través de dos poderosas máquinas de guerra imperial, el Pentágono y el Comando Sur, y el bello gesto empieza a ser extraño, como si para rescatar a una familia de una casa en llamas, Roma hubiera enviado una legión de centuriones. En 1983 estuve como reportera en la isla de Granada a partir del segundo día de la invasión norteamericana, y el despliegue bélico que allí presencié se parece demasiado al que hoy estamos viendo en Haití. Obama sabe que su mandato tiene una deuda con la tradición libertaria de Haití. Algo ha dicho al respecto, pero aun así debe medir sus pasos, las cosas pueden no salirle bien del todo, como en Afganistán con sus tropas, o en Colombia con sus bases. Que no le pase a él, como primer presidente negro de Norteamérica, lo que le pasó a Henri Christophe, primer rey negro de Haití, que acabó vestido de plumas y gorgueras y usando el látigo contra los suyos, en grotesca imitación de los gestos imperiales del enemigo.

Difícil digerir esta voltereta de la historia, que hace que le ofrezcan ayuda humanitaria a Haití países como Estados Unidos y Francia, que hasta hoy no habían hecho otra cosa que embargarlo e invadirlo, una y otra vez, hasta desangrarlo y volver inhumana la vida en él. «Por ahora, ni menciones eso; mientras se trate apenas de sobrevivir, ni lo menciones, ya veremos más adelante», me recomienda un amigo haitiano que capotea la devastación del terremoto y con quien he logrado entrar en contacto. Pero a otra amiga haitiana alcanzo a escucharle hablar de autonomía, de respeto a la autonomía de su gente, antes de que la precaria comunicación se nos corte.

No confío en las razones de Estado. Otra cosa son las razones de los pueblos. En ésas creo. Mi amiga haitiana me habla del indestructible tejido familiar, que en Haití siempre ha sido refugio contra la muerte. «El Estado, ya de por sí inexistente, acabó de derrumbarse con el temblor», me dice, «pero ahí están las familias. Aquí todos somos familia de todos, y las casas que aún están en pie le abren la puerta los que quedaron sin techo». Creo en la abuela haitiana que con las manos desenterró a su nieta viva de los escombros, creo en los profesionales del país, en sus profesores, sus escuelas, sus organizaciones sociales. Creo en la solidaridad de su diáspora, desde París hasta Miami.

Y creo también en los extranjeros que saben que pese a las migras ya no hay fronteras, que Haití es la esquina más dolida de su propia casa, y que es el destino colectivo lo que allí está en juego. El estudiante que dona lo que esté al alcance de su bolsillo. La señora que manda un par de cobijas. Los médicos franceses, venezolanos, israelíes, españoles, cubanos, que trabajan noche y día para robarle vidas a las ruinas y al hambre. En ellos creo. No confío en las motivaciones de los medios masivos de información, pero sí en sus reporteros. En esa cronista mexicana, inválida por la polio, que allá permanece al pie de la cámara. En la mujer argentina que trabaja en Corea del Sur y mueve cielos y tierra para encontrar al niño haitiano que adoptó y aún no le habían entregado. Tanto creeré en ellos, en todos ellos, que creo incluso en el señor que en cualquier ciudad del mundo llega a casa de la oficina a prender el televisor para buscar con angustia a Haití en las noticias.

Grandes cosas van a salir de Haití, y de los millones de personas que en el planeta están con los haitianos, y contra los bancos mundiales, las multinacionales, los ejércitos, los imperios viejos y nuevos que hunden a Haití, a todos los Haitís, en la tristeza y en la miseria. Grandes cosas van a salir de Haití, y a lo mejor ya están saliendo. Milagros laicos, como diría Hannah Arendt, de solidaridad, de libertad, de lucidez, de humanidad. Ya sucedió una vez; puede volver a suceder.

© EDICIONES EL PAÍS S.L. – Miguel Yuste 40 – 28037 Madrid [España] – Tel. 91 337 8200

Gentileza de Diego