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De la Colonia a la Semicolonia

Doscientos años de “la Argentina” (Parte I)

De la Colonia a la Semicolonia

Acto de la Federación Obrera Regional Argentina en 1919
Acto de la Federación Obrera Regional Argentina en 1919

Es común escuchar que «la Argentina es un país rico». Su extensión, su variedad de climas y geografías, y hasta la pluralidad de origen de sus habitantes le confieren, es cierto, algunas características distintas. Pero Argentina es un país en crisis. La cuestión no es que existan riquezas -casi todos los países las tienen-, sino quién o quiénes las poseen y las disfrutan. Doscientos años después de la Revolución de Mayo que abrió paso a nuestra formación como nación independiente, es hora de preguntarse si este país «tan rico» tiene solución.

Escribe: Tito Mainer

La Argentina arrastra dos cánceres estructurales: la propiedad latifundista de la tierra y la dependencia económica de los centros colonialistas-imperialistas. Toda nuestra historia está signada por esas dos cuestiones que se convirtieron en trabas absolutas para el desarrollo del país y para el bienestar de sus habitantes. Peor aún, han condicionado de tal modo la economía y la política nacionales que a ese país “rico” lo han arrastrado a una crisis crónica que parece en un tobogán imparable de miseria creciente, desigualdad social y marginalidad para los trabajadores y el pueblo, mientras, en el otro polo de la sociedad, las riquezas que se acumulan son cada vez más obscenas. En contra del discurso del gobierno hay una realidad que todas las estadísticas corroboran: en la Argentina, la distribución de la riqueza es cada vez más desigual. Recorramos rápidamente nuestra historia para tratar de vislumbrar cómo llegamos a esto.

¿Provincia o colonia?

La colonización y conquista del territorio se consumó a fines del siglo XVII. Durante más de dos siglos los actuales territorios de la Argentina fueron parte, sucesivamente, del virreinato del Perú, con capital en Lima y, desde 1776, del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires.

Según los estatutos coloniales, estas tierras eran propiedad de la Corona, y sus territorios americanos, “provincias” del imperio. Sus habitantes originarios, por otro lado, tenían –teóricamente– un status similar al de los españoles y sus descendientes criollos. Todo esto era así sólo en los papeles. Los territorios americanos fueron realmente colonias y sus habitantes masacrados por miles y expoliados como trabajadores semiesclavos. En nuestro territorio, la explotación de las minas de plata del Potosí dejó inmensas riquezas al imperio español sobre la vida de millones de aborígenes explotados en los socavones durante diez generaciones. Como España tenía un territorio inmenso –casi toda América– pero era una metrópolis atrasada, la mayoría de esas riquezas entraba a Europa por Cádiz y terminaba engordando a los banqueros y prestamistas alemanes, ingleses u holandeses. Las extensas tierras pampeanas y del noroeste habían sido, entretanto, acaparadas en buena medida por un reducido grupo de familias –los “encomenderos” y sus sucesores y las órdenes religiosas–, que conformaban verdaderas oligarquías provinciales que monopolizaban el comercio y el poder político local.

Las revoluciones norteamericana y francesa, acompañadas por heroicas luchas americanas como la que lideró Tupac Amaru, junto con la invasión napoleónica a España, desencadenaron el proceso independentista. ¿Había llegado la hora de una América hispana liberada?

De la independencia a la dependencia

La gesta de Mayo puso en marcha a las fuerzas de la revolución que, en lucha de vida o muerte contra los defensores de la monarquía absolutista, se convirtió en guerra continental. Mientras se declaraba la independencia en Tucumán en 1816, San Martín desde el sur y Bolívar desde el norte avanzaban en juego de pinzas sobre el epicentro del poder colonialista, la ciudad de Lima, en el Perú. Hubo entonces un período de lucha de casi quince años, hasta el triunfo en Ayacucho en 1824. Simultáneamente, las Provincias Unidas lograron su reconocimiento por Inglaterra y los Estados Unidos y, desde la efímera presidencia de Rivadavia en adelante, se contrajeron deudas con el exterior –como el famoso empréstito con la casa Baring Brothers del que llegó la mitad de la plata y que se terminó de “pagar” 80 años después–. Se generó una burguesía comercial e intermediaria que se ligaba cada vez más estrechamente con Inglaterra hasta el punto de declararla como “nación más favorecida” en 1825.

Las luchas entre unitarios y federales dividieron a la naciente burguesía. En el campo, los saladeros que producían cueros y tasajo de exportación para el mercado mundial (comida para los esclavos de Brasil y Cuba, principalmente) aseguraron la propiedad terrateniente. Este sector de hacendados enfrentó al ala comercial y financiera que, representada por los unitarios, favorecía una rápida apertura a la penetración de capitales y productos extranjeros y urjía por imponer un modelo liberal. Aunque atrasados y conservadores, los federales encontraron en el estanciero bonaerense Juan Manuel de Rosas a un jefe adecuado: productor agrario y, a la vez, porteño, controlaba la aduana y se hizo cargo de las relaciones exteriores de la “Confederación”.

Con sus casi 25 años de dictadura, Rosas aseguró la “frontera” avanzando sobre territorio aborigen y consolidó a la gran oligarquía bonaerense –como los Anchorena, sus primos, los Álzaga, los Unzué, los Alvear y los Martínez de Hoz– que se enriquecería aun más con la “revolución del lanar”, años después, vendiendo a Inglaterra la materia prima para sus telares mecánicos.

El modelo de país comenzaba ya a diseñarse: dominado comercialmente por Gran Bretaña, se le pagaban onerosos créditos y se lo alimentaba como una “fábrica de pasto”, como denunciaban las escasas voces favorables a la industrialización, como la de Sarmiento. La Argentina, promediando el siglo XIX, se había ya incorporado a la división internacional del trabajo con el papel de nación agroexportadora.

La formación del Estado

Al aprobarse la Constitución de 1853, se da un paso decisivo para la definitiva conformación del Estado nacional. Mientras se iniciaba un período de acumulación capitalista, indispensable para estructurar la unidad nacional, la lucha por la renta enfrentó a porteños y bonaerenses –unidos los comerciantes, los banqueros y los estancieros– con el interior. En 1862 asume la presidencia Mitre y se abre un período transicional que abarca a las presidencias de Sarmiento y Avellaneda, hasta 1880. En esos años, el ejército se convirtió en un pilar del Estado: “puso orden” en las provincias rebeldes, aplastando las insurrecciones federales del Chacho Peñaloza y Felipe Varela, corrió la frontera del “desierto” hasta doblegar a la Confederación Aborigen liderada por Calfucurá y Namuncurá y asentar la “civilización” en las orillas del Río Negro, y se “profesionalizó” junto a las huestes del Imperio brasileño, masacrando al pueblo paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870).

La presencia británica era ya apabullante: la Argentina de los años ochenta concentraba el 67 por ciento de las inversiones británicas en América del Sur. Estaban en el algodón y en las minas, en los frigoríficos y los bosques, en el ferrocarril y en el tráfico fluvial y marítimo.

1880-1930: ¿Los años dorados?

La producción ganadera –ovejas y vacunos– se incrementó notablemente y, lentamente pero de modo sostenido, la “pampa gringa” –Buenos Aires, Entre Ríos, y el sur de Córdoba y Santa Fe–, que se poblaba con inmigrantes, comenzó a producir granos. La capitalización de Buenos Aires permitió al poder ejecutivo ponerse por encima de la oligarquía bonaerense, confiriéndole un claro poder “nacional”. Roca y su “liga de gobernadores” expresan ese fenómeno: el país une sus puntos más distantes con el ferrocarril que traslada productos y personas y apuesta a la educación pública –la Ley 1420 es de 1884– como modo de dar cohesión nacional y, también, de estructurar una clase trabajadora y una clase media alfabetizada y capaz de participar en ese proceso de consolidación del Estado. En efecto, el aluvión inmigratorio plantea un enorme desafío, ya que se nutre de centenares de miles de europeos, muchos de los cuales se asientan en el campo pero que, por sobre todo, darán forma a una nueva clase obrera, ubicada en la franja que va desde La Plata hasta Rosario, con centro en Buenos Aires. Anarquistas, socialistas y sindicalistas acompañan las primeras luchas y forman los primeros sindicatos que, hacia comienzos del nuevo siglo, constituyen ya federaciones –como la poderosa FORA y la UGT– y hasta coordinan huelgas generales: las pésimas condiciones laborales, el trabajo infantil, la extensión de la jornada, los magros salarios y el aumento del costo de la vida y el precio de los alquileres son las principales banderas de lucha. Los frigoríficos se convierten en la industria “de punta”.

Cuando se arriba al Centenario de Mayo, en 1910, el país “oficial” festeja con euforia: la Argentina parece vivir sus “años dorados”, convirtiéndose en el granero del mundo y en uno de los principales exportadores de carne y corned beef (carne precocida y molida, tipo paté). Pero esta cara de la realidad, la de una oligarquía enriquecida que vivía en la opulencia, siempre en verano –seis meses en París y las playas de Biarritz, en el Mar Cantábrico–, construía palacetes y casaba sus hijas con príncipes europeos, ocultaba tres cuestiones básicas: la clase trabajadora soportaba grandes penurias, la clase media agrícola había sido estafada y en lugar de ser pequeños productores los “gringos” debían conformarse con convertirse en arrendatarios o peones rurales y, lo más importante, el “desarrollo” argentino estaba ya completamente deformado. La dependencia respecto de Inglaterra –comercial y financiera– y la creciente presencia de capitales de los Estados Unidos en algunas ramas de la producción como el petróleo, convertían, cada vez más, a la burguesía local en un sector parasitario y corrupto. La expresión política de ello fueron los fraudes electorales desvergonzados y el “gobierno de los notables”, que decidían el futuro del país en los salones del Jockey Club.

La movilización social y obrera impuso una democratización del régimen. La ley Sáenz Peña, en 1912, otorgó el voto secreto a los varones y llevó al poder a la Unión Cívica Radical. Las sucesivas presidencias de Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear no cambiaron el rumbo económico, usufructuaron del mismo modelo agroexportador dependiente de Gran Bretaña y, si bien favorecieron la “empleocracia” en el Estado como una forma de suavizar al desocupación, enfrentaron con dureza las fuertes protestas obreras. El golpe de 1930 pondría fin a este primer período de democracia restringida.

Los años 30, la Argentina semicolonial

La crisis mundial de 1929 obligaba a un replanteo. La carencia de un mercado nacional impedía el desarrollo con algo de autarquía y patentizaba la dependencia pero, a la vez, las potencias imperialistas –que habían pasado por una Guerra “Mundial”– discutían su liderazgo en el mercado mundial. La Alemania de Hitler se armaba para la lucha, y una Inglaterra que comenzaba una inexorable decadencia cedía ante la pujante industria de los Estados Unidos. Los gobiernos de la “década infame” –Uriburu, Justo, Ortiz, Castillo– se alinearon junto a la vieja dama inglesa y renovaron su dependencia al firmar, en 1933, el “Pacto Roca-Runciman”, que aseguraba la provisión de carnes al imperio. Aunque políticamente la Argentina tenía una relativa independencia de decisión, la sujeción económica convirtió al país en una semicolonia.

Obligados por las restricciones del mercado mundial, en esos años treinta se produjo una moderada industrialización del país que generó a una nueva burguesía industrial “liviana” –empresas textiles, de electrodomésticos– que producía para el mercado interno y generaba puestos de trabajo en múltiples talleres y pequeños establecimientos fabriles. Buenos Aires se convirtió, ahora, en polo de atracción para una creciente inmigración interna. Miles de trabajadores de las provincias llegaron a la Capital, poblaron el Gran Buenos Aires y, también, se formaron las primeras “villas miseria” con aquellos que quedaban al margen de este proceso: “se fueron a los caños”, se decía, porque habitaban, justamente, en unos inmensos caños de las obras de cloacas pluviales. Muchos hijos de inmigrantes, entretanto, habían conformado una nutrida clase media que se convertiría en un sello distintivo de la sociedad argentina.

La Guerra cambia el mapa

En 1939 estalla la Segunda Guerra Mundial. Como en la anterior, la Argentina mantiene su neutralidad a rajatabla: debe cumplir con su compromiso de abastecer a las tropas inglesas y, para eso, es indispensable mantener la bandera neutral. El resultado de la guerra, ya claro en 1944, modifica el mapa mundial. Los acuerdos de Yalta y Postdam –firmados por Stalin, Churchill y Roosevelt, con el apoyo de De Gaulle– establecen un nuevo status quo mundial. Por un lado, Alemania y Japón, aplastados, dejan de ser competidores en lo inmediato; por el otro, Inglaterra y Francia ceden su histórico lugar como metrópolis coloniales-imperiales a los Estados Unidos, que emerge como la gran potencia de posguerra. Por su lado, la Unión Soviética estalinista fortalece su presencia con gobiernos adictos que conformarán un bloque político- militar “comunista”, llamado después Pacto de Varsovia.

En este marco nuevo, en la Argentina un coronel astuto, que animaba la logia militar que había dado un nuevo golpe de Estado el 4 de junio de 1943, daba forma a un llamado “Consejo Nacional de Posguerra” donde se elaboraban líneas estratégicas para el futuro. En ellas se hablaba de una “tercera posición, ni capitalista ni comunista”. Llegaba la hora de Juan Perón. ¿Llegaba la hora de ser, de verdad, independientes?

El Socialista 19/05/10

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