Los nuevos desequilibrios de la economía argentina (Parte III)
Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)
Escenarios cambiantes
A principios del 2009 las consecuencias locales del temblor financiero internacional parecían furibundas. Pero ese sombrío panorama se revirtió en el 2010. Retornó el crecimiento y la euforia del consumo junto al repunte de la soja. También reapareció el entusiasmo oficial y la gran prensa vuelve a imaginar una “oportunidad histórica” para el país.
Esta ciclotimia anímica conduce a olvidar que el impacto limitado de la crisis ha sido similar al resto de Sudamérica. Esta vez el temblor se localiza en las economías desarrolladas. Afecta de manera atenuada a una región que ya procesó la depuración de los bancos y la desvalorización de empresas y fuerza de trabajo. Estas peculiaridades empalman con el estímulo externo creado por la demanda asiática de las exportaciones primarias.
Todos estos datos son omitidos por los economistas ortodoxos, que atribuyen la moderación de la crisis, a un manejo sobrio del endeudamiento o la expansión monetaria. La misma amnesia padecen los teóricos heterodoxos, que explican ese resultado por el sostenimiento de la demanda con políticas de intervención estatal.
Se olvidan que ese auxilio no ha sido un invento argentino. Es un mecanismo utilizado en muchos países, con efectos cambiantes en cada economía. Lo llamativo, además, es la semejanza de coyunturas en países latinoamericanos que aplican políticas distintas. Ha cambiado más el contexto y la localización de la crisis mundial, que su manejo con instrumentos monetarios y fiscales.
El efecto de esa eclosión continuará dependiendo de su intensidad y duración global. Si la recaída que se observa en los últimos meses queda limitada a Europa, las consecuencias sobre la economía argentina serían leves. Si por el contrario la crisis vuelve a mundializarse al nivel del 2008, es probable que resurjan las tendencias recesivas. En ambas circunstancias será determinante el precio de las materias primas.
El modelo económico K enfrenta ambos escenarios con los motores más deteriorados que en el período 2003-07. Pero no afronta perspectivas de explosivo retorno al 2001, ni tiende a repetir la prolongada caída de los 90. No están a la vista tampoco los severos ciclos depresivos, que en las últimas tres décadas golpearon a la economía nacional.
El impacto atenuado de la crisis global tiene fuertes repercusiones políticas e ideológicas. Entre la población existe una generalizada impresión, que Europa padece actualmente lo ya se vivió en el país. Esta sensación es muy intensa por la cercanía histórica de las economías sacudidas por el temblor. No es lo mismo un lejano colapso en el Sudeste asiático, que una conmoción en las emparentadas naciones de España, Portugal o Italia.
La resonancia aumenta también a medida que el discurso neoliberal se afianza en el Viejo Continente, reiterando un libreto muy familiar a todos los argentinos. La corrupción del estado, el descontrol del gasto social y la vagancia de los obreros ya no se localiza ahora en el Gran Buenos Aires, sino en Europa del Sur.
El gobierno aprovecha esta reaparición de los argumentos ortodoxos para ponderar las virtudes del modelo argentino, omitiendo que este esquema surgió de la misma crisis capitalista que ahora padecen los europeos. El discurso oficial contrasta explícitamente al crecimiento del país con el ajuste imperante en el Viejo Mundo y afirma que allí se repite el error cometido durante la convertibilidad, cuándo se apretó el torniquete deflacionario.
Pero si todos los países pudieran elegir la política económica a seguir, nadie se flagelaría con una sucesión de auto-ajustes. Lamentablemente el capitalismo no permite esta opción. Cuando llega el momento de agredir a los pueblos, los socialdemócratas calcan a los conservadores, con la misma fidelidad que los justicialistas a los radicales. Todos implementan el mandato de ajuste que imponen las clases dominantes.
En lugar de reconocer esta compulsión capitalista, el gobierno difunde una cándida contraposición entre caminos de recesión y senderos de prosperidad. Los voceros de esta absurda disyuntiva ponderan ahora el alineamiento de Argentina con Estados Unidos en el campo del crecimiento y objetan el rumbo depresivo que promueve Alemania.
Pero como las víctimas de la crisis europea son los oprimidos, el devenir de este proceso depende de la resistencia social. Esta reacción y no la adopción de una u otra política económica definirán el futuro. En este plano las comparaciones con Argentina son muy pertinentes, ya que todos se preguntan si en el Viejo Continente se repetirá la rebelión experimentó nuestro país en el 2001.
¿Dos modelos?
Todo el ciclo K ha estado dominado por un contraste entre el modelo oficial y el propuesto por la oposición derechista. Estas dos alternativas han aparecido como esquemas irreconciliables. Especialmente los Kirchner han incentivado esta contraposición. Sostienen que se debe optar entre el curso actual y el retorno al ajuste. En estos términos se han discutido todos los grandes temas desde el 2003.
Los economistas de la derecha consideran que el crecimiento ha sido un producto rezagado de la privatización de los 90. Estiman que las inversiones de ese período permitieron la recuperación posterior. Pero omiten la regresión social y el colapso financiero, que provocó la transferencia gratuita de los bienes públicos a los grupos capitalistas.
Los ortodoxos también afirman que el gobierno fue tocado por la suerte de coyunturas internacionales favorables, sin recordar la nefasta gestión que ellos tuvieron de de circunstancias semejantes. Los neoliberales se mantuvieron igualmente replegados, mientras el modelo funcionó de manera aceptable. Desde que afloraron los problemas repiten una y otra vez sus críticas al desborde del gasto público.
Afirman que esas erogaciones se han desbocado y pronostican un diluvio inflacionario si no se corta el dispendio. Pero la credibilidad de estos mensajes choca con su propio pasado en la administración de las finanzas públicas, que estuvo signado por quebrantos mayúsculos. El discurso derechista simplemente expresa el interés que tienen los banqueros en preservar una situación fiscal controlada, para asegurar el cobro de la deuda. Suelen ocultar que en términos internacionales el gasto público actual es bajo y no plantea un desemboque catastrófico.
En los mensajes de los neoliberales resulta difícil distinguir las divergencias económicas de las disputas políticas. Cuándo cuestionan la ausencia de un “plan económico coherente”, la falta de un “ministro confiable” o el “aislamiento del mundo”, no hablan de problemas reales. Lo mismo ocurre cuándo arremeten contra los funcionarios que “no generan confianza” o “se financian con la caja”. Estas palabras huecas desnudan la ausencia de un proyecto económico alternativo.
El gobierno apela al discurso inverso, extremando las contraposiciones con sus adversarios. Se auto-asigna todos los méritos del crecimiento y se vanagloria de una orientación heterodoxa, que contuvo los vendavales externos con superávit fiscal, excedente comercial y colchones de reservas.
Este relato coloca al modelo en el altar. Le atribuye el rescate de la economía, cómo si no tuviera relación alguna con la hecatombe previa. Se oculta que el aprovechamiento de la coyuntura internacional ha estado muy conectado con la sangría que provocó la mega-devaluación y la confiscación de los depósitos. El ciclo K es un producto de ese ajuste y no su antítesis. Se asienta en el trabajo sucio precedente, que recompuso la rentabilidad de los capitalistas.
El gobierno y la oposición derechista están igualmente interesados en agigantar las divergencias, que subyacen en el debate sobre los dos modelos. Pero este contrapunto se asienta en las tensiones reales que genera el intento industrialista oficial. El favoritismo hacia aliados de la UIA y la canilla de subsidios que reciben los capitalistas amigos, desatan la ira de los marginados del festín.
También existe una apuesta de ciertas fracciones de la oposición a una mayor primarización. Promueven un retorno a la apertura comercial, que está en conflicto con la ambición industrialista. Este regresivo planteo ganó fuerza durante el choque con los sojeros y condujo al resurgimiento del gran mito agrario (“solo el campo puede salvar a la Argentina”). Quiénes buscan reforzar la mono-exportación promueven la disminución drástica disminución de las retenciones.
Pero el dato dominante del escenario actual no es el choque entre los dos modelos. Las diferencias de prioridades económicas entre el gobierno y lo oposición derechista no siguen un línea nítida. El grueso de agro-negocio se alineó con la oposición, pero muchos exportadores y aceiteros se ubicaron en el campo oficial. La mayoría de los industriales toma partido por el gobierno, pero otros sectores son críticos. Los banqueros se han repartidos entre los dos bandos.
El conflicto es sinuoso, ya que el gobierno elude embarcarse en un proyecto consecuentemente antiliberal y la oposición rechaza cualquier retorno a la convertibilidad. Lo que existe es una seria confrontación política, cultural e ideológica, que no tiene correlato directo en la economía.
Por esta razón, cuando baja el ruido reaparece la verdadera intención conciliadora de ambos sectores. Las coincidencias principalmente afloran en temas estratégicos como el canje. Más allá de los chisporroteos creados por la forma de pago (uso de reservas o ajuste presupuestario), el gobierno y la oposición convergieron en anular la ley cerrojo que impedía esa operación. Esta aprobación común se extiende a otras señales lanzadas en común, para volver al mercado financiero internacional.
Contemporización social
El modelo actual es una construcción político-económica. No se lo puede entender en el plano abstracto de los números. Es un resultado directo de la relación social de fuerzas creadas por la rebelión del 2001 y de la acción de un gobierno que disipó ese levantamiento.
Como Lula en Brasil o Mugica en Uruguay, los Kirchner encabezan una administración de centroizquierda, que acepta las conquistas democráticas y recurre al asistencialismo en gran escala. Buscan amortiguar las tensiones sociales, evitando el uso de la violencia estatal contra los oprimidos.
Esta política es muy distinta a la implementada por los gobiernos derechistas de la región, que recurren a la represión para impedir cualquier reforma social significativa. Argentina es actualmente ajena al terrorismo de estado que impera en Colombia, a las masacres de indígenas que existen en Perú y a la persecución del sindicalismo independiente que se verifica en México. El país se ubica también en las antípodas de la militarización que irrumpe en Chile ante cualquier signo de inestabilidad.
Pero los Kirchner no forman parte de la oleada de gobiernos reformistas, que en Venezuela, Ecuador y Bolivia han chocado con las clases dominantes y el imperialismo, recurriendo a la movilización popular. El ALBA y el socialismo del siglo XX no figuran en ningún discurso oficial y esta ausencia no obedece sólo a la tradición justicialista, que recrea el gobierno. También expresa la carencia de proyectos redistributivos semejantes a los ensayados por los gobiernos más radicales de la región.
El condicionante distintivo de la administración actual es el legado que ha dejado la rebelión del 2001. A diferencia de Lula, los Kirchner han debido gobernar con un ojo siempre puesto en la reacción de los oprimidos. El movimiento social ha mantenido un alto grado de movilización, que obliga a tomar en cuenta sus demandas. Por esta razón mientras que Lula logró consolidar la estabilidad social-liberal, los Kirchner han enfrentado un sobresalto tras otro. Esta asimetría obedece en última instancia a la intensidad de la acción popular, en un país que dirime su vida política en las calles.
Ciertamente la insurgencia del 2001 se desactivó y la autoridad estatal fue reconstituida. Pero persiste la inestabilidad, la erosión de los viejos partidos y un significativo bloqueo a la gestación de un proyecto conservador. Los derechistas han perdido la brújula, luego de la gran movilización que lograron con los sojeros.
Este fracaso obedece a muchas razones de liderazgo, programa y discurso, pero también expresa el profundo rechazo popular a cualquier retorno del neoliberalismo o la Alianza. Desde mitad del año pasado el gobierno ha recuperado la iniciativa política por este espanto que generan los derechistas, no solo entre los trabajadores sino también entre la clase media anti-K. Este resultado es otro efecto lateral del escenario creado por el 2001.
El gobierno se recuesta nuevamente en el PJ, la burocracia sindical, los caudillos provinciales y los barones del Gran Buenos Aires. Abandonó el proyecto transversal y no reconstituye el lazo popular duradero que forjó el viejo peronismo. Pero mantiene una política de contemporización con los oprimidos. No solo elude confrontar, sino que ha implementado políticas tendientes a evitar el agravamiento del deterioro social. Ciertamente no introdujo ninguna mejora comparable a las conquistas del primer peronismo, pero atempera los atropellos patronales y otorga concesiones significativas.
Continua
Argenpress 28/07/10