Yemen: ¿fin de ciclo?
Alí Abdullah Saleh tiene fama de ser un astuto sobreviviente político. En la presidencia de la antigua República Árabe de Yemen (RAY, en el norte) desde 1978 y único gobernante del Yemen actual tras la unificación de la RAY con la República Democrática Popular del Yemen (RDPY, en el sur) en 1990, Saleh había enfrentado fuertes presiones en el último año para abandonar el poder. Las manifestaciones populares iniciadas en enero contra su intento de eliminar el límite de mandatos presidenciales –en otra maniobra para mantenerse en el poder– se vieron alentadas por el clima regional de revueltas en la región, en el marco de la Primavera Árabe. En los meses siguientes, las persistentes movilizaciones pacíficas de miles de yemeníes –reprimidas con dureza por el régimen de Saleh– se vieron eclipsadas por una disputa cada vez más violenta entre partidarios de Saleh y sectores de la élite que han formado parte de las estructuras de poder y que ahora se oponen al mandatario. En un contexto de lucha armada que ha involucrado a tribus, milicias armadas y desertores del Ejército, un ataque al palacio presidencial en junio dejó a Saleh seriamente herido y le obligó a exiliarse temporalmente en Arabia Saudita. Pero volvió, y aunque prometió que abandonaría el poder en unos pocos días, continuó resistiéndose. Desde el inicio de la crisis había aceptado en varias ocasiones un acuerdo para el traspaso del poder promovido por el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), pero a última hora se negó a firmarlo. No fue hasta el miércoles 22 de noviembre que suscribió oficialmente el pacto, tras asegurarse inmunidad para él y su familia, una garantía que había exigido desde el principio a los mediadores del CCG.
¿Por qué ahora? Aunque es difícil saberlo a ciencia cierta, los indicios apuntan a una confluencia de factores que habrían influido en la decisión de Saleh. Por un lado, la experiencia de otros autócratas derrocados y acosados por las revueltas populares en el norte de África y Oriente Medio. En especial, el traumático fin de Muammar Gaddafi en Libia y el creciente cerco al presidente sirio Bashar al-Assad. Por otro lado, EEUU y Arabia Saudita habrían intensificado la presión sobre el mandatario yemení. En un Yemen marcado por la convulsión desde mucho antes de la revuelta, Saleh había jugado a mostrarse ante Washington como garante de cierta estabilidad –bajo la lógica de “yo o el caos”–, alimentando los temores estadounidenses por la presencia de bases de al-Qaeda en el país. Esta situación condicionó la aproximación de EEUU a la crisis yemení, pero el grave deterioro de la seguridad en el país habría llevado al Gobierno de Barak Obama a concluir que la permanencia de Saleh y el consiguiente impasse político constituían una mayor amenaza a sus intereses. Tampoco podía ponerse en riesgo la estabilidad de un productor clave de petróleo y vecino de Yemen, como Arabia Saudita, que atento al efecto contagio no ha dudado en involucrarse en éste y otros casos (incluso militarmente, como en Bahréin). Por último –según explicó a The New York Times el ex embajador yemení ante Naciones Unidas, Abdullah al-Saidi–, Saleh habría recibido advertencias respecto a que el Consejo de Seguridad de la ONU podría impulsar medidas como el congelamiento de sus bienes y los de su familia, una prohibición de viajar o un eventual proceso ante la Corte Penal Internacional. Hace un mes, el Consejo aprobó la resolución 2014 en la que condenó el excesivo uso de la fuerza para sofocar las manifestaciones pacíficas y exigió a Saleh que se acogiera a la propuesta del CCG. En las últimas dos semanas, el enviado especial del Secretario General, Jamal Benomar, habría jugado un papel clave en la negociación con las partes.
El acuerdo –suscrito en la capital saudí, Riad–establece que Saleh transferirá el poder al vicepresidente, Abdrabuh Mansur Hadi y define un cronograma para la transición. Hadi se encargaría de formar un gobierno de unidad nacional y convocar a comicios presidenciales en un plazo de 90 días. Se espera que a la elección se presente un solo candidato, de consenso, que podría ser el propio vicepresidente. Hadi también lideraría un consejo de seguridad que tendrá entre sus tareas la desmilitarización de la capital yemení, Sanaa, actualmente dividida en zonas bajo control de grupos armados rivales. Asimismo, supervisaría la celebración de un diálogo nacional para considerar propuestas de reforma a la Constitución y el debate sobre la reestructuración del Ejército. Respecto a Saleh, el pacto permite que se mantenga como “presidente honorario” hasta la celebración de las elecciones presidenciales e incluye una polémica garantía de que ni él ni sus aliados serán objeto de persecución judicial. Políticos de la oposición yemení reconocieron que el acuerdo implicaba algunos compromisos dolorosos, pero subrayaron que la grave crisis en el país obligaba a acciones urgentes.
El anuncio de la salida de Saleh después de tres décadas en el poder fue recibido con entusiasmo en algunos sectores de la población yemení. En este sentido, a nivel local e internacional el pacto ha despertado ciertas expectativas por su potencial para abrir paso a una nueva etapa, como una ocasión para abordar los problemas más urgentes del país y para poner en marcha una profunda reforma institucional. Sin embargo, el acuerdo también despierta muchas dudas y escepticismo. Análisis dentro y fuera de Yemen han subrayado que no es una garantía para la estabilización del país y que sigue siendo muy complejo prever el curso de los acontecimientos futuros. Por lo pronto, ha quedado en evidencia el rechazo de los promotores de las manifestaciones contra el régimen, en especial grupos juveniles, a un acuerdo que asegura inmunidad para el cuestionado mandatario (en octubre, la Premio Nobel de la Paz 2011, Tawakul Karman, había pedido a la ONU una declaración explícita contra la impunidad para Saleh). En estos sectores hay quienes opinan que el esquema de transición mantendrá el poder en manos de grupos políticos que perciben como corruptos, consagrando un status quo que ha sido objeto de múltiples críticas. A esto hay que sumar las interrogantes sobre el papel que jugarían en esta etapa familiares cercanos de Saleh, que en principio mantendrían altos cargos a nivel militar y de servicios de inteligencia.
El acuerdo firmado en Riad no compromete explícitamente a las facciones armadas que han protagonizado la lucha de poder con el presidente yemení y su entorno en los últimos meses: el clan de los al-Ahmar y sus milicias armadas y el entorno del general Ali Mohsen al-Ahmar, que desertó junto a su unidad militar en marzo en rechazo a la violenta represión de las manifestaciones. De hecho, horas antes de la confirmación del acuerdo en Riad, las informaciones sobre Yemen estaban centradas en los combates entre partidarios y detractores del régimen en un sector de la capital. Está pendiente, por tanto, que estos sectores se involucren plenamente en un cese el fuego y en una fase de transición política, que debería conducir a un proceso de desarme. Aunque estaba previsto que Saleh se trasladara a Nueva York para seguir un tratamiento médico, algunos análisis también han subrayado las dudas sobre su eventual regreso a Yemen y el rol político que podría desempeñar en el futuro. Asimismo, el oficialismo y los grupos políticos de la oposición tienen el desafío de sortear sus diferencias para llevar adelante el cronograma previsto en el pacto de transición, en un contexto altamente convulso, marcado también por las aspiraciones separatistas/autonomistas del sur, la rebelión de los al-houthistas en el norte, la creciente actividad de al-Qaeda, y una grave crisis económica y humanitaria.
En este sentido, además de los límites del propio acuerdo, hay que tener en cuenta el difícil escenario que enfrenta Yemen. En el último período la mayor inestabilidad en el país ha estado vinculada a una complejización de la violencia, que ha involucrado a un mayor número de actores –fuerzas militares y de seguridad, milicias tribales pro y antigubernamentales, militares desertores, militantes de al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), entre otros actores armados– y que ha supuesto una intersección de dinámicas previas de conflictividad. Milicianos al-houthistas –que desde 2004 protagonizan un conflicto armado en la norteña provincia de Saada contra el régimen de Saleh– se han visto envueltos en enfrentamientos con milicianos proclives a un partido islamista opositor a Saleh por cuestiones de control territorial. Además de sus habituales choques con las fuerzas de seguridad, AQPA también habría lanzado algunos ataques contra los al-houthistas y estarían aprovechando la desestabilización general en el país para consolidar posiciones en el sur, en especial en la provincia de Abyan, donde también es fuerte el movimiento separatista. Un informe reciente del enviado especial de la ONU alertaba que el gobierno había perdido el control de cinco o seis provincias. Desde mayo, más de 140 mil personas han sido desplazadas por la violencia, elevando la cifra total a más de 420.000 personas. La actual crisis ha deteriorado aún más las condiciones de vida de la población. En el país más pobre del mundo árabe –43% de la población vive con menos de dos dólares al día–, con un acelerado agotamiento de sus recursos energéticos e hídricos, los precios de los alimentos y combustible se han disparado. La gravedad de la situación, por tanto, obliga a intensificar los esfuerzos en la búsqueda de una salida política que ponga fin a la violencia y permita abordar los problemas más urgentes del país. Con todos los reparos a la fórmula escogida, la salida de Saleh aparece como un primer paso. Un día después de la firma del acuerdo, la muerte de cinco personas que protestaban contra la cláusula de inmunidad –presuntamente a manos de partidarios del presidente– confirma que la situación en el país exige seguir siendo examinada con extrema cautela.
Pamela Urrutia Arestizábal es Investigadora del Programa Conflictos y Construcción de Paz, Escola de Cultura de Pau
Rebelion 27/11/11