Las operaciones secretas de la CIA en Chile y el golpe del 73
2 de agosto de 2013. A partir del análisis de más de mil documentos desclasificados, “La CIA en Chile” (Ediciones Aguilar) reconstruye la historia de la agencia de inteligencia norteamericana en Chile desde los años ’40 hasta 1992. En sus páginas cuenta la visión que el organismo tenía de Allende y de Pinochet y su trabajo hacia la KGB en Chile. También relata cómo el organismo infiltró al MIR y al FPMR. Acá adelantamos el capítulo 7, “El mundo de Allende”.
por Carlos Basso Prieto.
Más allá de los lugares comunes y los adjetivos que habitualmente se utilizan en estos temas, el libro “La CIA en Chile” (Aguilar, 2013) del periodista Carlos Basso, intenta escudriñar sobre algunas realidades que han permanecido dormidas en los archivos desclasificados por Estados Unidos, especialmente en lo relativo a las actuaciones de su principal agencia de inteligencia en nuestro país no sólo entre 1970 y 1973 (que es la principal “trama” del libro), sino desde mucho antes.
Ello obedece a que los avatares en Chile de los organismos predecesores de la CIA (que fue fundada en 1947) comenzaron en los albores de la Segunda Guerra Mundial, cuando se fijaron en nuestro país no sólo en función del espionaje nazi (temática que en aquel entonces estaba dentro de las competencias del FBI) sino especialmente debido a una red de la KGB soviética muy activa, que operaba entre Chile, Estados Unidos y Argentina y que, entre otras cosas, habría al menos sugerido captar como agente de ella a Pablo Neruda, cuando éste se desempeñaba como cónsul en México. Por cierto, la mención al respecto (contenida en un cable interceptado por los estadounidenses a los soviéticos) es muy feble como para saber si se trataba de una prospección, una idea o algo más, aunque lo más probable es que quizás ni siquiera se lo hayan propuesto, dado que el mismo vate relataba en “Confieso que he vivido” la repugnancia que le provocaban los espías.
A poca distancia de la anécdota, sin embargo, lo interesante es que a contar de 1953 la CIA, que ya el mismo 1947 había instalado una Estación (oficina) en Santiago, comenzó a emitir NIEs sobre Chile, sigla de National Intelligence Estimate, eufemismo utilizado para designar unos contundentes papers de carácter académico realizados por una de sus divisiones, la Oficina Nacional de Estimaciones (O/NE, por sus siglas en inglés), con el fin de predecir diversos escenarios, habitualmente en el plano político y económico.
Una de las situaciones que más evidente resulta de la lectura de más de mil documentos de la CIA es que la Democracia Cristiana siempre fue el partido chileno mejor evaluado por los norteamericanos. El Partido Nacional, de hecho, les gustaba poco. Estimaban que Sergio Onofre Jarpa no era un buen líder y que el partido carecía de estructuras de base (como organizaciones de mujeres, por ejemplo), a diferencia de la DC, uno de cuyos líderes (cuyo nombre está borrado) viajó en 1971 al cuartel general de la CIA a pedir más dinero, pues ya se les habían acabado las partidas entregadas unos meses antes.
Y de lo que viene a continuación, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
LA IZQUIERDIZACIÓN
En 1963 se emitió un NIE de 33 páginas, que avisaba sobre una izquierdización del electorado, lo que a juicio de la CIA obedecía a que la mitad de la población chilena estaba mal vestida y mal alimentada.
La CIA (sí, la misma CIA de siempre, a la que difícilmente podríamos acusar de ser un organismo antiderechista) atribuía dichas condiciones, entre otras cosas, a que “la clase alta –grandes terratenientes, magnates industriales y comerciales– conforma el patrón de consumo más conspicuo de América. Son capaces de mantener su estilo de vida, en parte, debido a la evasión de impuestos. Estos magnates tienen que compartir su poder político con una clase media rápidamente creciente”.
En 1969 se emitieron dos NIE. Mientras uno vaticinaba en forma exacta que “lo de 1970 será una carrera de tres hombres, en la cual no habrá una mayoría nítida, y la decisión final será tomada por el congreso chileno”, el segundo advertía, una vez más, sobre los factores que permitían la izquierdización, y que eran “los ingresos per cápita que permanecen inequitativos, la productividad agrícola que permanece baja y la inflación aún crónica”.
La conclusión de los analistas de la O/NE era que lo anterior provocó que “los chilenos se hayan puesto cada vez más impacientes con estas condiciones y a que el electorado haya girado en forma estable hacia la izquierda”. Asimismo sumaban el hecho de que, según ellos, “era difícil imaginarse un candidato más antipático que Alessandri”.
Ello contrastaba con la opinión que la misma CIA tenía de su rival de la UP, expresada en un NIE de 1971: “Allende es un experimentado y astuto político con una gran comprensión del sistema político chileno, ganada a través de años en el senado y como perenne candidato presidencial. Es una marca conocida para el electorado chileno, considerado un reformador que ha trabajado desde el sistema toda su carrera política. Allende tiene 63 años y aparentemente posee buena salud, a pesar de algunos problemas cardiacos previos. Trabaja duro en su oficina, tiene instinto para las relaciones públicas y es adepto a cultivar nuevos adeptos y desarmar a sus potenciales opositores”.
A DIESTRA Y SINIESTRA
De hecho, a diferencia de lo que se piensa, la CIA no se mostraba (al menos en el papel) amable en sus opiniones sobre buena parte de la derecha chilena. Con quien sí lo fue en algún momento fue con Carlos Prats, a quien calificaban en 1969, cuando era jefe de la III División del Ejército, con asiento en Concepción, como “probablemente el comandante de campo más altamente respetado de Chile”.
No obstante, por aquellos años eso aún era harina de otro costal. La preocupación principal era la posible asunción de Allende. En 1967, luego de la muerte del Che Guevara en Ñancahuazú, un cable emitido desde la Estación de la CIA en Caracas dejaba claro que, en el contexto de guerra fría, la preocupación por el marxismo debía dejar de estar en el foquismo guerrillero, pues a esas alturas ya tenían claro que lo de Cuba había sido una excepción y que, tras el fracaso de distintas experiencias armadas, “la revolución no es posible en parte alguna de América Latina, porque no existen las condiciones necesarias”.
Por ende, las miradas se tornaron con mayor fuerza hacia Chile, donde el dinero de la CIA había comenzado a fluir en 1953, subsidiando “agencias cablegráficas, revistas escritas para círculos intelectuales y un semanario de derecha”, como dice el informe Church, sin entrar en detalles, mismo reporte que precisa que los montos aumentaron a contar de 1962, cuando el gobierno de John F. Kennedy comenzó a ayudar a la Democracia Cristiana, a fin de evitar un triunfo de Allende en 1964.
Es justo precisar respecto de ello que la CIA tenía dos almas. Una estaba en Washington, al lado del río Potomac, y creía que si ganaba el socialista el escenario sería dantesco, visión muy distinta de la que poseía, desde su oficina en calle Agustinas, mirando hacia La Moneda, el por aquel entonces jefe de la CIA en Chile, Henry Hecksher, quien a poco de que Richard Nixon ordenara evitar que Allende asumiera (en septiembre de 1970), decía que la idea del golpe militar ―que proponía la Fuerza de Tareas, creada para tal efecto en Washington― era fantasiosa, y que además “no hay pretexto para un movimiento militar en vista de la completa calma que prevalece en el país”.
Dicha idea la compartió en Estados Unidos James Flannery, subjefe de la División Hemisferio Occidental de la CIA, quien argumentó en un análisis secreto que “Santiago no se puede comparar con Praga o Budapest hace 25 años. No hay un ejército rojo en Chile ni en sus fronteras”.
Ya en octubre, Hecksher insistió: “El clima en Chile ha estado considerablemente calmo desde la primera semana después de las elecciones. Hubo algunas corridas bancarias, pero pronto todo estuvo bajo control. Tanto el gobierno como la Unidad Popular están ahora a favor de evitar un mayor caos económico”, agregando un dato que parecía esencial: “El Partido Nacional está igualmente preparado para hacer negocios con Allende”.
Portada La CIA en ChileNo obstante, ni Richard Helms, director de la CIA, ni mucho menos el jefe de la Fuerza de Tareas, David Atlee Phillips (quien fue captado como agente de la CIA en Chile, en 1954), oyeron la opinión de Flannery y Hecksher y el plan que habían iniciado, el Track II (es decir, la vía militar) se finiquitó con el innecesario crimen del general René Schneider, opereta absurda iniciada como un plagio y que el mismo hombre de la CIA en el down town santiaguino había previsto cómo terminaría: “El intento de secuestro quizá conduzca a un baño de sangre”, escribió varios días antes.
Pese a Nixon, Allende terminó por asumir la primera magistratura chilena. Con ello se acabó también el trabajo de Hecksher. Aunque se trataba de uno de los principales artífices del derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala, ex jefe de la CIA en Laos y oficial histórico de la CIA, terminó su carrera acusado de ser “socialista”.
Un par de años más tarde, cuando Ted Shackley asumió como jefe de la División Hemisferio Occidental de la CIA, la explicación que se le dio respecto del hecho de que Allende estuviera gobernando Chile fue que había existido “una falla de inteligencia” que se atribuía no a quienes habían intentado el golpe sino, todo lo contrario, a Hecksher.
VUELTA DE TUERCA
No obstante, para el golpe de 1973 la actuación de la CIA fue muy distinta, pese a la creencia popular que le atribuye el golpe. Hecksher fue remplazado por un oficial llamado Ray Warren, muy aficionado a los cálculos políticos, que comenzó a implementar una suerte de continuación del plan Track 1; es decir, el financiamiento a los partidos políticos, que benefició principalmente y en primer lugar a la DC, luego al Partido Nacional y en menor medida a los partidos Demócrata Radical (PDR) y de Izquierda Radical (PIR).
Una de las situaciones que más evidente resulta de la lectura de más de mil documentos de la CIA es que la Democracia Cristiana siempre fue el partido chileno mejor evaluado por los norteamericanos. El Partido Nacional, de hecho, les gustaba poco. Estimaban que Sergio Onofre Jarpa no era un buen líder y que el partido carecía de estructuras de base (como organizaciones de mujeres, por ejemplo), a diferencia de la DC, uno de cuyos líderes (cuyo nombre está borrado) viajó en 1971 al cuartel general de la CIA a pedir más dinero, pues ya se les habían acabado las partidas entregadas a principios unos meses antes.
Ese mismo año el golpe ya era tema recurrente y Warren quiso ponerse a tono con ello. Por ello en un documento interno que circuló en Washington se leía que “la Estación (en Santiago) cree que debemos intentar inducir a los militares todo lo que sea posible, si no todo, para que tomen el control y desplacen al gobierno de Allende. Obviamente eso no será fácil de hacer. Los militares chilenos tienden a actuar en concordancia con su cadena de mando y sólo cuando el consenso es evidente. Más aún, el general Prats no parece dispuesto a avanzar con este objetivo”.
Posteriormente, el propio Warren enviaría a Washington un cable en que diría querer hablar con ciertos oficiales “clave”, para estimularlos a acometer una asonada, agregando que “debemos trabajar consciente y deliberadamente en la dirección de un golpe”, frase que causó ronchas en Washington. Le respondieron que no podían aceptar dicha “conclusión”, pues no existía autorización para ello ni, mucho menos, podían permitirle “hablar francamente sobre las mecánicas de un golpe” con algunos militares, como él lo pedía, aconsejándole que “veamos cómo se desarrolla la historia, no la hagamos”.
Claro, la situación en Washington era muy distinta de la de 1970. Ya tenían una experiencia que les indicaba que no era tan simple gatillar un golpe en Chile (por ello habían privilegiado la vía política) y además Nixon estaba con muchos problemas en el frente interno.
En marzo de 1972 el periodista Jack Anderson destapó en el New York Times el escándalo de las comunicaciones entre la CIA y la ITT (International Telephone and Telegraph), alentando los intentos golpistas de dos años antes, y debido a ello se había formado una comisión investigadora en el congreso de EEUU.
Vietnam era otro punto de conflicto para Nixon y, en junio de 1972, comenzó a estallar el caso Watergate. De ese modo, Chile ―que seguía siendo muy importante dentro del combate al marxismo― había dejado de tener la preminencia de antaño. Tan consciente estaba la CIA sobre las miradas que tenía encima, que en un informe de su Dirección de Operaciones, de septiembre de 1972, se decía que “la tentación de asumir un rol positivo en apoyo al golpe militar es grande”, pero que debían refrenarse, debido a que serían acusados de “ingeniar el colapso del gobierno de Allende”.
En medio de las cavilaciones de Washington, Warren siguió insistiendo hasta el final en la posibilidad de dar un golpe, asegurando que existía un ambiente totalmente propicio para ello y, quizá como una muestra de que el hombre en terreno siempre ―necesariamente― sabe más que quien está en un escritorio a miles de millas de distancia, se mantenía informado con mucha exactitud de los movimientos golpistas, como fue el traslado de los Hawker Hunter a Concepción varios días antes del 11, la constitución del grupo de 15 generales y almirantes que planificó la operación, las fechas probables, las cavilaciones, etc., mientras en Estados Unidos los analistas de la O/NE erraban medio a medio ―quizá por primera vez en el caso de Chile― en su último informe previo al golpe, del 14 de junio de 1973, en el cual aseguraban que la salida más probable a la crisis era “un punto muerto”.
“La CIA en Chile”, Ediciones Aguilar, 291 páginas.
LaClase.Info 09/09/13