Primeras conclusiones de las elecciones en Argentina
Cristina Fernández de Kirchner (CFK) sacó casi el 54 por ciento de los votos en unas elecciones generales (para nombrar presidente, vicepresidente, senadores y diputados nacionales y provinciales, gobernadores de las provincias y alcaldes). Es así la primera mujer que resulta reelegida presidenta. En la historia de las elecciones presidenciales argentinas es también quien logró el mayor número de votos y la mayor diferencia con respecto al segundo (más de un 35 por ciento de los sufragios). CFK obtuvo también en ambas Cámaras, con los aliados de su partido, el Frente para la Victoria (RFPV), quórum propio, la dirección de las comisiones que desee y mayoría, lo cual le permitirá presentar y hacer aprobar sin tropiezo las leyes que considere necesarias (hasta ahora no podía ni hacer aprobar el presupuesto). Ganó igualmente ocho de las nuevas gobernaciones en juego, el control de las legislaturas provinciales y de casi todas las alcaldías donde presentó candidatos.
Aunque obtuvo todo eso gracias al apoyo directo de los barones y notables del FPV, que son de derecha, y a la incapacidad y fragmentación de la oposición apoyada por la mayoría de las clases dominantes y el capital financiero internacional y sus medios “informativos”, el triunfo electoral es sobre todo suyo. Por lo tanto, tendrá manos libres en su gobierno y en el aparato partidario del mismo modo que éstos-sometidos ahora a su arbitrio- tendrán el campo libre en las instituciones. CFK somete por lo tanto al partido, al gobierno y a las instituciones a su voluntad y el FPV manda a su vez sobre el aparato estatal; Argentina formalmente parece así una Cuba o Venezuela particular, sin declaraciones “socialistas” y con una política internacional muy moderada en todos los terrenos, pero latinoamericanista y unionista, integracionista.
Para entender mejor los resultados sin precedentes de estas elecciones conviene tener en cuenta que el país experimenta desde hace ocho años un crecimiento económico rápido (del ocho por ciento desde el 2010) que sólo es inferior al de China y al de la India, el cual ha permitido reducir la desocupación, el trabajo “en negro”, la miseria, subsidiar los consumos y servicios, invertir y construir obras públicas.
También hay que considerar que todos los habitantes del país ven con preocupación la crisis capitalista mundial y temen su posible propagación en el país mediante una crisis en Brasil y en el Mercosur, que dan por descontadas. Por consiguiente en el voto, mucho más que una esperanza en un mejor futuro, hay un poderoso y masivo elemento de conservación de lo logrado en estos años y de exorcismo de la posibilidad de retroceder hacia el neoliberalismo más crudo. Además, el voto de CFK es interclasista y tiene motivaciones opuestas.
Los industriales y los grandes capitalistas, muy favorecidos por las políticas gubernamentales que les aseguran apoyos de todo tipo, jugosos subsidios a los servicios y los alimentos y paz social (mediante el control burocrático-corporativo de los sindicatos, que son masivos) votaron, por ejemplo, por la continuidad y dejaron en el aire a los partidos de oposición porque el gobierno plantea desarrollar, por ejemplo, un ambicioso plan industrialista que incluye la fabricación de un auto popular muy barato (el AIPA), hecho con mayoría de componentes argentinos y con diseño nacional y que podría ser eléctrico. Por su parte, las clases medias urbanas, contentas con el boom de la construcción y de los consumos se unieron en un mismo voto cristinista a las clases medias rurales, que jamás ganaron tanto y que por eso abandonaron su oposición de antaño, cuando estaban dirigidas por los sojeros en la lucha contra las retenciones a las exportaciones de granos. CFK ganó por supuesto en los sectores obreros, que lograron mejores salarios, mejor nivel de vida, más trabajo y que temen perder lo adquirido y ganó también en la mayoría de las clases medias del país, lo cual explica el 54 por ciento de votos. Todos los partidos de la oposición, sumados, tuvieron por eso un 10 por ciento menos que la presidente reelegida.
CFK no es Perón: no tiene un proyecto y, sobre todo, no se apoya sobre los trabajadores organizados controlando un aparato sindical corporativo y haciendo concesiones salariales y de poder en las empresas. Ese peronismo murió ya en 1952, antes de la huída de Perón. El justicialismo, que lo reemplazó, desde hace décadas no pasa del 30-33 por ciento del electorado. Ahora bien, CFK logró el 54 por ciento. Casi la mitad de sus votos no son tradicionalmente peronistas: son kirchneristas, cristinistas y los controla ella, no la derecha que controla los aparatos estatal y partidario. Por eso impondrá su voluntad sobre estos aparatos tratando de modificarlos o sustituirlos por un grupo ad hoc de jóvenes burócratas fieles.
Los votos “extra” provienen del descalabro de la Unión Cívica Radical, por su política gorila rabiosa y su alianza con el capital financiero, los sojeros y la derecha delincuencial peronista, o del hundimiento del grupo de “Pino” Solanas, de los sectores más pobres del movimiento conservador que apoya a Mauricio Macri en la capital, del sector “progresista” que seguía a socialistas y comunistas (estos últimos se hicieron kirchneristas-cristinistas sin recato alguno).
Insistimos: no triunfó el peronismo, a pesar de la retórica cansada de CFK y de los que aún cantan la marcha que dice “¡Perón Perón, qué grande sos…! ¡vos combatís al capital!”. CFK manda sobre un aparato que depende de ella pero que no le es fiel a ella ni a nadie, se apoya sobre una mayoría enorme que le da fuerza, pero que es irrepetible. No puede ni intentar presentar una mística ni un remedo de doctrina (la llamada “tercera posición” peronista que daba origen a tantos chistes). Es la expresión de una enorme y reluciente burbuja resultante, por así decirlo, de dos vacíos sumados: la carencia de una izquierda apoyada en una conciencia de clase de la mayoría de los trabajadores y explotados, y la fragmentación y esterilidad de una oposición que ni puede decir lo que piensa porque quedaría aún más reducida y hecha añicos. El cristinismo es un peronismo light y su hegemonía ideológica es, en realidad, la de la versión criolla de ese engendro llamado “progresismo” latinoamericano que consiste en una mezcla del extractivismo y el neodesarrollismo con las políticas neoliberales pero aplicadas por el aparato estatal como gran actor en el mercado nacional y mundial.
CFK asumirá ahora y más que antes el papel de la Gran Decisionista, concentrando en sus manos hasta el nombramiento de un bedel en una escuela. Por consiguiente, encontrará las resistencias de quienes desplace y las presiones de las diversas camarillas y “familias” en el gobierno y en el FPV. Habrá que ver pues a quiénes nombra en la jefatura de Gabinete y, sobre todo, en Economía, para ver si ese papel por sobre las partes lo tiene también por sobre los sectores y las clases dominantes (UIA, Coordinadora Rural, sector financiero) y si su nuevo poder le permite establecer un control de cambios para evitar la fuga de capitales o hacer votar el monopolio (o al menos el control) del comercio exterior, y qué hace en el plano internacional para conseguir fondos para mantener el crecimiento, crear nueva infraestructura (sobre todo energética) e invertir para mantener el empleo sin endeudar al país.
La derecha peronista (Rodríguez Sáa, Duhalde, Narváez) es heterogénea, tiene demasiados caudillos enfrentados entre sí y se fragmentará. Algunos de sus restos irán al FPV y otros vegetarán. La Unión Cívica Radical perdió las gobernaciones, es apenas, de lejos, el tercer partido y conserva aún apenas algunas alcaldías en las capitales provinciales y algunos diputados, senadores y concejales pero se está marchitando a ojos vistas. Hermes Binner, con su heterogéneo bloque (el Frente Amplio Progresista) aunque no es de la derecha sino un hombre de centro o centroderecha, será el candidato de la derecha tradicional neoliberal para la reconstrucción de la misma. Muchos “progresistas” izquierdizantes e intelectuales que acompañan a CFK serán rechazados cuando ésta, para mantener su mayoría, refuerce su autoritarismo y gire hacia un acuerdo más explícito con los industriales y con las finanzas y, si la situación económica provocase tensiones, recurra a la represión antiobrera. Hay amplio margen, pues, para la izquierda.
Si el FIT, dejada atrás la campaña electoral que le dio acceso a grandes capas de trabajadores, entendiese que todavía no es el real Frente de Izquierda que hace falta porque la izquierda va mucho más allá de los que son o se dicen trotskistas, si reforzase los elementos que unen a sus integrantes sin caer por eso en un doctrinarismo sectario, podría dar un gran salto adelante. Para ello debería abrirse al mismo tiempo a la acción común con otros sectores no trotskistas (como el Frente Darío Santillán, las diversas agrupaciones estudiantiles de izquierda, los sectores de la Juventud Sindical o que votaron por CFK) planteando la lucha por objetivos concretos. Y debería presentar un programa de acción que parta de las necesidades concretas de los trabajadores y explotados, de propuestas posibles y creíbles, para crear una cultura de masas anticapitalista y para ayudar a todos a unir la lucha por la liberación nacional con el internacionalismo y el socialismo. Si el FIT se orientase en ese sentido, dando un salto teórico y organizativo, el casi medio millón de votos que lo escuchó o apoyó podría será una semilla fértil y fructificar con creces en el campo que se ha abierto para los próximos meses y años.
Guillermo Almeyra es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.
La Jornada, 30 octubre 2011