Una ley argentina bajo presión internacional.
Antes militante social, ahora terrorista
Fabián Kovacic (SEMANARIO BRECHA)
La ley rompe -por lo menos- con tres tres bases del discurso oficial.
Pese a los días soleados y calurosos, en la capital argentina no cesa la lluvia de críticas al oficialismo por la nueva ley antiterrorista, sancionada al cierre del año 2011 entre gallos y mediasnoches. Los dardos provienen incluso de filas cercanas al oficialismo. El texto, denunciado como una amenaza para los movimientos sociales, habría sido «sugerido» por el gafi, un organismo internacional de monitoreo de los movimientos financieros.
«Cuando alguno de los delitos previstos en este código (Penal) hubiere sido cometido con la finalidad de aterrorizar a la población u obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, la escala se incrementará en el doble del mínimo y el máximo.» Esa es la modificación al Código Penal que el Senado nacional convirtió en ley en su sesión del 22 de diciembre a pedido de la presidenta, Cristina Fernández. Una semana antes Diputados la había aprobado como parte del paquete de nuevas leyes enviadas de urgencia por el Poder Ejecutivo tras convocar a sesiones extraordinarias, y el 28 de diciembre Cristina Fernández la promulgó.
La nueva ley motivó el repudio de organizaciones sociales y especialistas de derecho, tanto oficialistas como opositores, quienes ven en ella una seria amenaza potencial a los reclamos sociales de organizaciones y ciudadanos en todo el país. El alerta se enciende especialmente para las asambleas ciudadanas que en la cordillera resisten los embates de las empresas mineras, y las organizaciones de los pueblos originarios en lucha por retener o recuperar sus tierras en las provincias del norte, como Santiago del Estero, Formosa y Salta, avasalladas por trasnacionales o por grandes empresas nacionales que pretenden extender la frontera agrícola. El denominador común de esos movimientos es que han sido acusados de «prácticas terroristas» en sus acciones de resistencia.
¿Gafi estás?
A mediados de octubre pasado –cuando ya era palpable el triunfo del oficialismo en las elecciones legislativas y presidenciales– el gobierno envió al Parlamento el proyecto de modificaciones al Código Penal y esperó el resultado de la consulta nacional del 23 de octubre, que no sólo ratificó la reelección de Cristina Fernández sino la recuperación por el kirchnerismo de las mayorías parlamentarias tanto en Diputados como en el Senado.
Apenas transcurrida la consulta, el ministro de Justicia, Julio Alak, prometía que sería sancionada una nueva ley antiterrorista. El anuncio, realizado a pedido expreso de la presidenta, sonó como extemporáneo, pero tenía sentido: fue formulado en París, ante el pleno de la asamblea del Grupo de Acción Financiera internacional (Gafi), uno de los tantos organismos internacionales surgidos de los países más poderosos que venían exigiendo a Argentina un «mayor compromiso» en la lucha «contra el terrorismo» y «sus fuentes de financiamiento».
Alak prometió celeridad: los nuevos legisladores nacionales asumirían el 10 de diciembre, el Poder Ejecutivo convocaría a sesiones extraordinarias del Congreso, sería pan comido aprobar en un tris un paquete de leyes de urgencia, entre las cuales se colaría la mentada norma antiterrorista.
A comienzos de año Argentina ya había sido «advertida» –por el Gafi y por otros– sobre la necesidad de que corrigiera normas presuntamente laxas en materia financiera que –se aseguraba– habilitaban el ingreso de capitales provenientes de negocios ilícitos. De no hacerlo, la calificación otorgada al país por ese organismo, fundamental para su permanencia en el Grupo de los 20, que reúne a los supuestamente más ricos del planeta, se vería cuestionada. Luego del anuncio de Alak, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (ocde), otra instancia que agrupa a una veintena larga de naciones industrializadas, reunida en París, felicitó a Argentina por sus flamantes planes para combatir el «financiamiento del terrorismo».
Alak viajó a París junto a José Sbatella, responsable de la Unidad de Investigaciones Financieras, dependiente de la Presidencia de la Nación. Tras la sanción de la ley, Sbatella admitió que, tal como está redactada, la norma podría, entre otros riesgos, acarrear «problemas al ejercicio del periodismo», al quedar en manos de los jueces la interpretación de qué puede ser considerado o no un acto «terrorista». No era la primera vez que Sbatella iba a contramano del Poder Ejecutivo. Cuando era responsable de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia ya había desautorizado la compra de Cablevisión por parte del Grupo Clarín, lo que le había valido una reprimenda tal del entonces presidente Néstor Kirch¬ner –no enfrentado aún con los grandes conglomerados mediáticos–, que debió abandonar su puesto, según denunció la periodista Graciela Mochkofsky en su libro Pecado original. Clarín, los Kirchner y la lucha por el poder (Editorial Planeta, mayo de 2011).
Modelo
El 11 de diciembre, al día siguiente del inicio del segundo mandato de Cristina Fernández, el periodista Horacio Verbitsky, columnista de Página 12, un diario habitualmente muy cercano al kirchnerismo, alertaba sobre los riesgos que presentaba la ley que tres semanas después, el Día de los Inocentes, sería aprobada. Sugería, por ejemplo, que una legislación de este tipo podría ser utilizada para la represión de movimientos sociales, aunque esa no fuera la intención original del gobierno. Verbitsky ponía la norma en contexto. «El Plan Estratégico Agroalimentario, que Cristina describe con la consigna de industrializar la ruralidad, se propone agregar entre 8 y 18 millones de hectáreas al área sembrada, que hoy es de 34. La pregunta crucial es cómo hacerlo sin avanzar sobre ecosistemas vitales, con consecuencias políticas, sociales y de derechos humanos, como el reciente asesinato de Cristian Ferreyra en Santiago del Estero», planteaba. Y agregaba que no otra cosa había sucedido en Chile, Brasil y hasta en el Perú de Ollanta Humala. «Argentina no es original en este aspecto: el gobierno de Brasil está en conflicto con las distintas etnias asentadas en torno al río Xingú por la construcción de Belo Monte, la tercera represa hidroeléctrica del mundo, que anegará sus tierras; el chileno, con las comunidades mapuches del sur que quemaron bosques para oponerse al avance sobre sus tierras de la forestación con fines industriales; el de Perú, con sus campesinos e indígenas que rechazan el emprendimiento aurífero de Conga.
Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó una medida cautelar frenando la obra de Belo Monte, Dilma Rousseff la desobedeció, siguió adelante con esa inversión próxima a los 5 mil millones de dólares, retiró su embajador de la oea y la candidatura para integrar la cidh del ex ministro de Derechos Humanos de Lula Paulo Vanucchi. La cidh modificó su resolución para permitir que siguiera la construcción de ese proyecto que Dilma inició como ministra de Energía y Minas, pero hasta ahora el gobierno no ha modificado su dura posición. Hasta el presente, Chile sigue aplicando a mapuches y pehuenches la legislación antiterrorista de Pinochet, con sus reformas posteriores, y el nuevo presidente peruano Ollanta Humala ha utilizado a la policía antiterrorista para detener a los dirigentes campesinos opuestos al proyecto minero de Yanacocha-Newmont.»
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Todos terroristas
Martín Caparrós *
Quizás en unos años, cuando haya que relatar el kirchnerismo, muchos coincidirán en que el momento del quiebre, el momento en que todo empezó a verse distinto fue cuando el gobierno de la doctora Fernández dictó su ley antiterrorista.
Fue la última noticia de un año lleno de noticias –y no fue de las más discutidas–. En síntesis: un gobierno que se presenta como democrático y popular acaba de sancionar una ley que dice que cuando algún delito del Código Penal «hubiere sido cometido con la finalidad de aterrorizar a la población u obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, la escala (la pena) se incrementará en el doble del mínimo y el máximo».
La formulación es tan imprecisa que permite que cualquier juez decida que cualquier acto fue cometido con esa finalidad –¿cómo se define qué aterroriza a una población?, ¿cómo se sabe cuándo una población está aterrorizada?, ¿cómo se juzga una intención?– y doblar la pena. El gobierno dice que lo hizo para contener los «golpes de mercado»; está claro que se puede usar para tantas otras cosas. Aunque hayan agregado al final un párrafo que dice que esas agravantes «no se aplicarán cuando el o los hechos de que se trate tuvieren lugar en ocasión del ejercicio de derechos humanos y/o sociales o de cualquier otro derecho constitucional». Roberto Gargarella, jurista reconocido, lo comentaba en una entrevista: «Ese agregado que dice ‘salvo que usted esté haciendo ejercicio de un derecho legítimo’ es risible: un juez tarda diez segundos o menos para descartarlo. Un juez puede decir: ‘por supuesto esto nunca se podrá invocar si usted está haciendo uso legítimo de un derecho; ahora, usted está cortando una calle, cortar la calle no es hacer un uso legítimo de un derecho, ergo, usted es un terrorista'».
La ley rompe con –por lo menos– tres bases del discurso oficial:
La primera es que este gobierno no acepta presiones de organismos internacionales. Porque, como repitió el juez de la Suprema Corte Raúl Zaffaroni –y reconocieron muchos otros–, la ley fue un pedido de un organismo internacional de segunda categoría, el Grupo de Acción Financiera Internacional, Gafi. Y los rumores –siempre los rumores– insistían en que la ley fue una condición que Estados Unidos puso para mantener a Argentina en el G 20, gran tribuna para que la presidenta vaya a dar lecciones de audaz autonomía.
La segunda, que este gobierno no agita el espantajo del terrorismo porque eso es lo que hacía la dictadura. Porque, como decía en un artículo tuitero el filósofo Eduardo Grüner, hay que atreverse a usar una palabra como «terrorismo» en un país con la historia que tiene Argentina. «La enorme ironía –habría que decir, más bien, sarcasmo– es que este gobierno, que se precia con razón de haber impulsado tantos juicios por crímenes de lesa humanidad, sólo había empleado el término ‘terrorismo’ para hablar del terrorismo de Estado. Habría mucho que decir sobre esta verdadera perversión lingüística que viene a sumarse a la legal, invirtiendo el uso de palabras ‘sagradas’: hasta ahora, los ‘terroristas’ eran ellos (Videla y compañía); ahora podemos serlo también nosotros, casi cualquiera.»
La tercera, que este gobierno no reprime la protesta social. Porque lo viene haciendo, a través de las administraciones provinciales, sin piedad y sin descanso, pero esta ley lo pone negro sobre blanco en el Boletín Oficial. Es un nuevo instrumento, un modo de legitimar: ahora cualquier juez puede decidir que un muchacho detenido por cortar una calle y quemar unas gomas estaba tratando de aterrorizar a la población o, peor, de «obligar a las autoridades» a –digamos– aumentar sueldos, y meterlo en la cárcel unos años. La torta se achica y vienen tiempos de ajustes, de pelea social.
* Fragmentos del blog Pamplinas, que este periodista y escritor argentino publica habitualmente en el diario madrileño El País.
Argenpress 23/01/12