México: Genealogía de las rebeliones
Entrevista con Adolfo Gilly :: Todo movimiento revolucionario mexicano auténtico –y el EZLN es uno de ellos– es heredero de las revoluciones de 1810 y 1910
Esta entrevista para la revista argentina Sudestada aparece en su número 88, Buenos Aires, 1º mayo 2010. Sudestada, según el Larousse, es en Argentina un “viento con lluvia persistente que viene del sudeste y generalmente provoca la crecida de los ríos”. Aparece ahora en SinPermiso electrónico con unas pequeñas modificaciones de su autor.
¿Qué características de la cultura campesina le dieron fuerza al movimiento revolucionario encabezado por Zapata?
Durante las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, la expansión de las relaciones capitalistas sobre el territorio de la República Mexicana condujo a una nueva oleada de despojo de las tierras de los pueblos indios en el centro y el sur, y de las tierras de los campesinos pobladores del norte. Este despojo fue amparado por el régimen de Porfirio Díaz y llevado a cabo por las haciendas azucareras en Morelos, ganaderas en el norte, cafetaleras en el sur y de diverso tipo a lo largo y lo ancho del territorio, a medida que se expandían la red ferroviaria, la circulación monetaria, la moderna explotación de los yacimientos minerales y el comercio exterior.
Como en toda la historia del capital, hasta hoy, el despojo y la apropiación de los bienes comunes fue uno de los sustentos de esa expansión.
Los pueblos del estado de Morelos, al sur de la ciudad de México, organizaron su guerra campesina, bajo la dirección de Emiliano Zapata, sobre la base de sus relaciones comunitarias trasmitidas por generaciones desde tiempo inmemorial.
Los campesinos del norte de México, en especial en los estados de Chihuahua y Durango, la organizaron sobre sus tradiciones y formas de lucha para conquistar y defender sus tierras contra las etnias indígenas, antiguas pobladoras de esas mismas tierras del norte de México y el oeste de Estados Unidos, y después contra la expansión de las haciendas y el despojo de los pueblos. Por diversos modos y razones, la herencia cultural norteña fue de autonomía de los municipios, defensa armada y control por parte de los pueblos de los bienes de uso común: bosques, praderas, ríos, aguas, montañas.
Cuando a inicios del siglo XX la división y las disputas de poder dentro de la clase dominante presentaron la ocasión propicia, el renovado asalto de los dueños del capital contra esos bienes fue resistido y combatido por los pueblos del norte y del sur recurriendo a las formas de organización transmitidas durante generaciones por la historia de cada región.
Ese entramado hereditario incluía el uso de las armas y del caballo. Los campesinos del sur encabezados por Emiliano Zapata y otros jefes locales, los del norte –muy diferentes en costumbres y modos– encabezados por Francisco Villa y los dirigentes de cada pueblo, crearon los dos mayores ejércitos campesinos, dirigidos por campesinos, que haya conocido la historia del continente desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.
A inicios de diciembre de 1914, en el punto culminante de la movilización y de la guerra campesina, esos ejércitos –la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur– ocuparon la ciudad de México, mientras el ala liberal-burguesa de la revolución, encabezada por Venustiano Carranza, terrateniente y ex gobernador, se replegaba al puerto de Veracruz.
Esta es una de las mayores hazañas de los campesinos y los indios en el continente, comparable –en tiempos y bajo formas muy diferentes– a la toma insurreccional de La Paz, Bolivia, en abril de 1952; y a los dos tomas de La Paz en 2003 y 2005 por los pueblos indios del Altiplano y los pobladores y trabajadores de El Alto y de las minas.
¿Cuál es el lugar del zapatismo agrario en el proceso revolucionario con respecto a otros movimientos?
El zapatismo fue el movimiento que, en su Plan de Ayala de fines de 1911 y en documentos posteriores, propuso los programas más avanzados de reparto radical de tierras y organización comunal del gobierno de los pueblos y de la República entera, un programa de contenido y dinámica anticapitalista; y entre 1912 y 1918 los puso en práctica y mantuvo su gobierno propio en la región en lo que ha sido llamado la Comuna de Morelos.
La División del Norte, con decenas de miles de hombres y mujeres bien armados, pertrechados y organizados, fue el más poderoso ejército campesino organizado en México y en América Latina. Destrozó en una serie de grandes batallas al Ejército Federal y fue decisivo en la conquista de la capital y en la victoria de la revolución, aun cuando los gobiernos posteriores hayan sido encabezado por sus enemigos dentro de la misma revolución, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón. Pero esta forma de masas en armas de esa revolución, con dos grandes ejércitos campesinos autónomos, fue decisiva para determinar el carácter democrático-radical y agrarista de la Constitución aprobada en febrero de 1917, sustento de las reformas radicales del cardenismo de los años 30.
¿Cómo se entiende la forma discontinua en que se desarrolla la revolución, y cómo influyó esto en la conciencia de las masas?
La respuesta exigiría un libro, y aun así… Todas las grandes revoluciones, desde la revolución francesa de 1789 hasta la rusa de 1917 y las revoluciones coloniales que cubren el entero siglo XX, atraviesan vicisitudes tales, porque una revolución es un proceso turbulento y no un instante mágico en el tiempo.
La mejor explicación que conozco de esas razones está en el prólogo de León Trotsky a su Historia de la revolución rusa, texto clásico sobre la dinámica interna de las revoluciones.
¿Qué elementos hicieron que una revolución “agraria” alcance una dimensión “anticapitalista”?
La revolución mexicana, si se le puede dar una definición sin caer en esquemas, sería a mi juicio una revolución campesina, agraria y democrática-radical, con diversas fuerzas sociales en su composición y con cambiantes alianzas, en sucesivos conflictos políticos y de clase durante el curso mismo de la revolución.
Toda lucha radical de masas, armas en mano, contra el despojo, la explotación, la humillación y el desprecio, como fue la revolución mexicana, tiene una dinámica interior anticapitalista, como la tiene hoy la lucha de los pueblos indígenas de Chiapas y la de su Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Pero esto no quiere decir necesariamente socialista, lo cual implica una propuesta y un programa específico de reorganización de la entera vida social, como en Rusia en 1917 o en Cuba en 1959-1961.
No veo esto como un defecto o como una carencia, sino como un resultado de la experiencia alcanzada por cada pueblo en cada momento de esa historia en que, otra vez, se subleva contra los agravios y la injusticia acumulados. Las formas de la organización de esos pueblos insurgentes, en cada caso, son resultado de una acumulación de sus experiencias, incluso programáticas, y de su historia. Sólo así se puede explicar la fantástica sucesión de huelgas generales y de organización sindical y de empresa en la historia de los trabajadores en la Argentina, mientras en México esa historia está arraigada en rebeliones armadas, organización comunitaria de honda raíz indígena, municipios autónomos, tradiciones anarquistas y movimientos nacionalistas y agrarios de masas.
Eso fue el cardenismo de los años 30 del siglo pasado: unos veinte millones de hectáreas fueron repartidas en propiedad ejidal común, se nacionalizó el petróleo, se organizaron sindicatos de masas, se afirmó el derecho laboral y el gobierno mexicano dio apoyo irrestricto, en armas y dinero, a la revolución y a la República Española. Nada de esto se borra de la memoria histórica trasmitida por generaciones en un país determinado, como no se borran en Argentina o en Chile las hondas experiencias y tradiciones de organización sindical, de huelgas obreras y populares y de ocupaciones de fábricas.
Cada vez que un nuevo ascenso de movilizaciones y demandas abre camino a nuevas experiencias, este ascenso parte, en su organización, de lo vivido y creado por las generaciones anteriores, no de copiar lo que en otros países se hizo. Algo similar sucedió, dicho sea al pasar, en la revolución cubana, uno de cuyos antecedentes en los años 30 fue el movimiento antiimperialista, socialista e insurreccional de Antonio Guiteras.
Paco Ignacio Taibo II ha escrito al respecto una reciente y magnífica biografía de Guiteras. Vale la pena leerla para remontarse a la genealogía cubana de Fidel Castro, del Movimiento 26 de Julio y del radicalismo de su revolución, que no vino del comunismo soviético sino de la historia de Cuba.
¿De qué manera considera que permaneció el ideario zapatista a lo largo del siglo XX?
El zapatismo quedó como el programa, la actitud y el mito inspirador de cada lucha campesina e indígena hasta el México de nuestros días. Incluso el PRI y el PRD, como partidos establecidos dentro del aparato estatal, lo invocan por oportunismo y conveniencia. Nadie les cree, ni sus votantes: si los votan, es por otras razones políticas de cada momento.
No creo, en cambio, que el EZLN esté haciendo lo que algunos llaman una “apropiación ideológica”. La rebelión indígena armada de enero de 1994 encabezada por el EZLN ha mostrado tener pleno derecho, por sus acciones, sus formas de organización y sus documentos programáticos, a invocar la herencia y la tradición del zapatismo de la revolución de 1910-1920.
En cada país, y aun en cada región, las revueltas, rebeliones y revoluciones tienen una genealogía propia. En la mayoría de los países de América Latina esa genealogía tiene, entre sus varias ramas, tradiciones del anarquismo y del sindicalismo revolucionario de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX: Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia, Chile, Perú, hasta llegar a México y a Cuba. En el norte de México influyeron a principios del siglo XX los sindicalistas de los IWW (Industrial Workers of the World) de Estados Unidos, a través del Partido Liberal Mexicano de Ricardo Flores Magón. Los gobiernos nunca han podido sellar esa frontera en movimiento.
Por supuesto, una rebelión no es necesariamente una revolución. Una rebelión es un hecho del pueblo, una revolución es también un programa político. Pero no hay revolución que no se origine en una rebelión o en una serie de ellas. La genealogía de las rebeliones no reside en las personas o las ideas de los dirigentes, por importante que ésas sean, sino en la experiencia material de cada pueblo acumulada por generaciones sucesivas.
Los partidos de izquierda institucional –o institucionalizados– han querido siempre borrar estas genealogías rebeldes. Es imposible. Los trabajadores, en sus modos de ser, de hacer y de pensar la organización y la lucha, las han heredado, preservado y enriquecido, incluso todos aquellos que nunca oyeron o leyeron acerca de esos ancestros. Por caminos más cotidianos se recibe ese saber.
La revolución mexicana de independencia de 1810, encabezada por los curas Hidalgo y Morelos, fue una gran insurrección agraria e indígena. La revolución mexicana de 1910 también lo fue, con los contenidos y las formas organizativas de su época. Todo movimiento revolucionario mexicano auténtico –y el EZLN es uno de ellos– es heredero de esa doble genealogía.
Del mismo modo, la genealogía de las grandes huelgas generales de 1969 con ocupación de fábricas en Argentina se remonta, entre otras, a la Semana Trágica y a la Patagonia rebelde; y la genealogía de los piqueteros y sus métodos de lucha –entre ellos la gran rebelión urbana de diciembre de 2001– viene de las formas de organización de sus padres y abuelos en el país de los argentinos.
Genealogía no es repetir. Es recibir, enriquecer y renovar la herencia inmaterial que nos dejaron.
Adolfo Gilly es catedrático emérito de historia en la Universidad Autónoma Nacional de México.
Sudestada SinPermiso 25-5-2010