Los nuevos desequilibrios de la economía argentina (Parte II)
Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)
Obstrucción agraria y financiera
El intento neo-desarrollista enfrenta otro restricción resultante del nuevo escenario agrario. A diferencia de lo ocurrido en el pasado, la Pampa Húmeda ya no carga con la enfermedad del estancamiento. Desde hace tres décadas se verifica un intenso proceso de modernización capitalista, que ha elevado significativamente el lucro promedio. Esta rentabilidad vuelve a disuadir cualquier intento de potenciar otras actividades de la economía.
El viejo esquema de latifundistas, arrendatarios y chacareros ha sido reemplazado por nuevas modalidades de contratistas tecnificados, que siembran y cosechan en estrecha asociación con los grandes exportadores y las firmas proveedoras de agro-químicos. La principal fuente de lucro proviene de la renta diferencial que genera la fertilidad de la tierra. Pero ese viejo atributo ha sido potenciado por inversiones que incorporaron nuevos componentes de ganancia.
Esta configuración rivaliza con el proyecto industrialista, al atraer los capitales disponibles hacia el redituable sector rural. Este segmento absorbe toda la renta dentro de su propio circuito. El mismo obstáculo que impidió el despegue industrial vuelve a limitar su desarrollo contemporáneo.
Pero esta nueva obstrucción incluye un novedoso componente de supremacía de la soja. La especialización en este insumo -en sustitución del trigo y la carne- instaura un mono-cultivo muy regresivo. Por un lado generaliza un producto genéticamente modificado que deteriora el suelo por falta de rotación y acentúa la erosión. La expansión extra-pampeana de esta especialidad tiene consecuencias más dramáticas. Desplaza población nativa, arrasa el monte, deforesta y expropia las tierras de las comunidades.
El reinado de la soja incrementa, además, la vulnerabilidad externa de la economía, al reforzar la atadura al vaivén de los precios internacionales de las materias primas. Lo ocurrido recientemente con China es aleccionador de esta fragilidad. El gran cliente del país amenazó con recortar sus adquisiciones, si Argentina continúa resistiendo una mayor apertura a las manufacturas fabricadas en Asia.
Este chantaje repite la presión librecambista que en el pasado imponía Gran Bretaña. Para hacer buena letra con un comprador de exportaciones básicas hay que demoler la industria nacional. Esta antigua condena vuelve a sobrevolar en todas las negociaciones comerciales. China exigirá mayores concesiones y ya está interesada en el negocio petrolero y minero.
La supremacía de la soja también obstaculiza la expansión del empleo genuino. Este impacto es relativizado por los autores que reivindican la “industria de commoditties” que rodea a ese producto. Pero no brindan datos confiables de ese efecto, ya que salta a la vista la incapacidad de un mono-cultivo para erradicar el paro estructural que padece Argentina.
En realidad, la tecnificación de la siembra y cosecha de la soja reduce también la demanda de mano de obra en el campo. Todos los elogios a ese producto simplemente repiten las leyendas del liberalismo. Suponen que Argentina carga con el inexorable destino de proveer alimentos al resto del mundo y que ese designio desembocará en un derrame de empleo e ingresos. Dos siglos de experiencia histórica deberían alcanzar para archivar esos mitos.
El gobierno cuestiona la especialización sojera, pero no adopta medidas drásticas para revertir esa primacía. Esta limitación coincide, además, con el impulso que los Kirchner han brindado al extractivismo petrolero y minero.
La depredación del subsuelo comenzó en los 90, pero ha sido intensamente continuada por el gobierno. Argentina nunca fue un exportador de minerales o petróleo, pero ahora tiene el régimen de minería más neoliberal del planeta y con la exención de impuestos se facilita una descarada contaminación. En el campo del petróleo se está llegando a un punto crítico por la caída de las reservas y la ausencia de nuevos yacimientos.
Otro tipo de límites enfrenta el modelo en el plano financiero. Los bancos perdieron su lugar privilegiado luego del default y ya no acumulan ganancias desproporcionadas. La estructura bancaria se ha reconstituido con mayor incidencia de las entidades privadas nacionales o estatales y menor gravitación de las filiales extranjeras.
El sistema actual se achicó y mantiene utilidades a través de dos negocios. Por un lado lucra con la financiación del consumo de los sectores de altos y medianos ingresos. Por otra parte sostiene la bicicleta de los títulos públicos. Con la pesificación de la deuda, los banqueros encontraron un buen terreno de lucro.
El gobierno tejió una alianza con los banqueros locales, que han sostenido a los Kirchner en todos los momentos de adversidad. Pero la estructura financiera vigente no suministra el crédito de inversión que requeriría un proceso de reindustrialización. Hay alta liquidez, pero pocos préstamos para los riesgosos emprendimientos de largo plazo. Cómo la tasa de interés se mantiene por las nubes, la financiación industrial no aparece por ningún lado.
Todas los correctivos que intenta el gobierno son parches de corto plazo, basados en redescuentos que solventa el estado y administran bancos. Hay varios proyectos de reforma financiera para ampliar los servicios, desconcentrar la actividad y favorecer la bancarización. Estas iniciativas buscan extender los préstamos, pero no apuntalan la industrialización en gran escala. Excluyen, por ejemplo, la reintroducir el viejo instrumento desarrollista de los depósitos nacionalizados.
En síntesis: el intento industrializador carece de un sujeto social que motorice la acumulación, enfrenta fuertes obstáculos en el agro y no tiene el sostén en la banca. Este cúmulo de obstrucciones se verifica en los desequilibrios del modelo.
Contradicciones específicas
Durante período 2002-7 el modelo funcionó con pocas perturbaciones. Hubo alto nivel de las ganancias y elevados precios de las exportaciones. También se recuperó el poder adquisitivo con la mejora del empleo y los ingresos de los trabajadores y la clase media. Como la estructura productiva se mantiene sin cambios, al quedar eliminada la capacidad ociosa ese repunte del consumo desató fuertes tensiones.
En el 2007 comenzaron los problemas. Se frenó el intenso crecimiento, se moderó la recaudación y reapareció la carestía. Además, resurgió la preocupación por la deuda y se acentúo la desaparición del superávit fiscal.
Estas limitaciones no provienen sólo de contradicciones genéricas del capitalismo que afectan a todas las economías. Tampoco obedecen únicamente a los desequilibrios tradicionales de una estructura agro-exportadora. Son desajustes del propio modelo, que se verifican en comparación a lo observado en otros países durante el mismo período.
La inflación es el principal foco de estas tensiones. Nadie conoce su magnitud real por la deformación de las estadísticas que introdujo el gobierno. Esa distorsión amplificó un hábito de varios administradores anteriores, que también buscaron ocultar la realidad con ficciones numéricas.
La carestía golpea especialmente a los más pobres, ya que incide directamente sobre el consumo de los alimentos y licua la asignación por hijo. Esta inflación se encuentra muy lejos de los porcentuales descontrolados de los años 80 y 90, pero es alta en términos comparativos. Supera en nueve veces la media global, se ubica cinco o seis veces por arriba del promedio de los países vecinos y en el 2009 triplicó la media latinoamericana.
Muchas causas se conjugan para producir este resultado inflacionario, pero los precios aumentan para mantener la rentabilidad de las grandes empresas. Esta es la principal razón del flagelo. Los grupos capitalistas más concentrados aseguran beneficios elevados, con remarcaciones que solo ellos pueden concretar.
La inflación actual no obedece como en el pasado al quebranto fiscal, ni expresa una pugna distributiva. Refleja sobre todo fuertes restricciones de la oferta. Los precios son empujados hacia arriba por una baja provisión de productos, ante una demanda recompuesta. Ya no es posible satisfacer con la misma capacidad instalada los nuevos pedidos de compra. Este bache ilustra un punto crítico del ensayo neo-desarrollista, que aspira a expandir el abastecimiento de mercancías.
Otro bache del mismo tipo se verifica en la fuga de capital, ya que el dinero expatriado es sustraído de la inversión industrial. La recuperación productiva y las elevadas tasas de rentabilidad local no han disuadido el retorno de los capitales, ni atenuado su ritmo de salida. La masa de fondos en el exterior se duplicó durante los 90 y ha quedado estabilizada en una magnitud récord de 135.000 millones de dólares.
Esta fuga presenta muchas semejanzas con la inflación, ya que ambos procesos retratan el comportamiento de las clases dominantes. Ante cualquier perturbación, los acaudalados remarcan precios y giran el dinero al exterior. Esta conducta reproduce un viejo adiestramiento en la gestión de negocios amenazados por la inestabilidad económica o política. Por memoria, tradición e impunidad, la elite burguesa continúa actuando con reflejos que limitan el curso de la acumulación requerido para un proyecto industrialista.
Pero la principal restricción que enfrenta el modelo es la falta de inversión. Esa variable mejoró y alcanzó un pico del 24% del PBI (2007), que posteriormente volvió a decaer al 20% (2009). Estos porcentajes no alcanzan para mantener un ritmo de crecimiento del 8-9% y limitan el repunte de la competitividad. El mayor problema radica, además, en el destino de colocaciones. El nuevo capital se concentra en sectores de exportación o construcción y no en las áreas claves de la reproducción industrial.
La escasa disposición inversora de los capitalistas se verifica también en la fuerte reducción de la deuda privada. El abultado excedente de divisas que lograron muchas empresas ha sido destinado a cancelar pasivos externos y a reducir la exposición de las firmas. Estas decisiones fueron adoptadas en desmedro de la reinversión en equipamiento local.
Por dónde se lo mire el modelo actual no ha modificado el patrón de conducta clásico del empresariado argentino. La costumbre de buscar altos beneficios con baja inversión se mantiene invariable y por esta razón el agotamiento de la capacidad ociosa ha conducido a exigir nuevos reajustes del tipo de cambio.
En vez de propiciar avances en la producción por cuenta propia, los capitalistas pretenden renovar sus lucros con devaluaciones que costea toda la población. Esta exigencia ha mostrado igualmente muchos altibajos, ya que son conocidas las nefastas consecuencias de un ajuste de la divisa. Por esta razón predomina la cautela, a pesar de la paulatina disipación de la ventaja cambiaria creada en el 2002.
El gobierno es muy reacio a convalidar la carrera entre precios y dólar que desataría cualquier devaluación. Cómo su único instrumento para frenar la carestía es el atraso cambiario, ha resistido desde el 2007 todas las presiones del empresariado.
Pero los Kirchner han compensado a los grupos capitalistas con mayores subsidios. Las viejas subvenciones a la promoción industrial han sido ampliadas con transferencias sistemáticas para abaratar los costos de la energía, el transporte y los insumos básicos. Es cierto que estos subsidios garantizan, además, tarifas reducidas para distintos segmentos de la población. Pero la prioridad del favoritismo oficial han sido grandes compañías.
Ese tipo de subvenciones constituye un rasgo de cualquier esquema desarrollista, pero el modelo actual intenta compatibilizarlo con el superávit fiscal, es decir con una característica contrapuesta y derivada del colapso del 2001. Por la secuela que dejó el default, el gobierno teme las consecuencias de un desfinanciamiento de la Tesorería. Hasta ahora los subsidios a los empresarios han deteriorado el excedente fiscal, sin recrear una amenaza de cesación de pagos.
En cierta medida el equilibrio fiscal se mantuvo con el aumento de la recaudación, pero las cuentas públicas del 2010 ya no presentan el desahogo del 2006. Frente a este escollo, en lugar de introducir reformas fiscales progresivas el gobierno recurre al endeudamiento. Todas las medidas adoptadas desde el primer canje apuntan a recrear la financiación externa. Se canceló la deuda con el Fondo Monetario, fue reabierto el canje y continúan las negociaciones para arreglar los pasivos pendientes con el Club de Paris.
Como el modelo no tiene sustento financiero, los Kirchner apuestan al crédito externo, olvidando cuán gravoso resulta ese auxilio a mediano plazo. El endeudamiento es tan pernicioso como innecesario, ya que con ahorro local se podrían cubrir todas las necesidades de la tesorería. Este camino es eludido por una simple razón: exigiría cobrarle impuestos a los socios privilegiados del esquema actual.
Comparaciones con los vecinos
La economía argentina sigue un curso semejante a los restantes países sudamericanos y comparte la renovada dependencia regional hacia las exportaciones básicas. La incidencia de los precios internacionales de los metales, los alimentos o el combustible se ha incrementado significativamente en los últimos años.
En este escenario se afianza el lugar intermedio de Argentina, como un país que ha sido incorporado al G 20, mantiene clientes diversificados y actúa como agro-exportador de peso. Es una economía dependiente, pero no comparte el escalón inferior ocupado por las empobrecidas naciones andinas o centroamericanas.
El país tampoco integra el bloque de BRICs que amplían su gravitación global. No maneja fondos soberanos, ni cuenta con multinacionales emergentes o algún liderazgo de exportaciones industriales en los intercambios Sur-Sur. Este lugar intermedio acrecienta una distancia con Brasil, que ya es aceptada como dato irreversible por las elites gobernantes.
Con una política económica social-liberal y tasas de crecimiento inferiores, el capitalismo brasileño ha ganado espacio regional. Con orientaciones heterodoxas y mayor nivel de actividad, Argentina no han revertido su desplazamiento. Este resultado confirma que la política económica constituye tan solo factor, de la inserción que tiene cada país en la división internacional del trabajo.
La clase dominante argentina no disputa hegemonía regional con Brasil. Pierde peso a medida que las empresas del vecino compran firmas locales sin ninguna contrapartida inversa. La sociedad entre ambos países igualmente se afianza, ya que Brasil necesita a su acompañante del MERCOSUR para negociar espacios geopolíticos e influencia comercial. Argentina igualmente conserva algún juego propio, en los acuerdos que por ejemplo suscribe con Venezuela.
El modelo económico vigente no ha modificado la brecha con Brasil que obedece a condicionantes de largo plazo, derivados de grandes diferencias en recursos naturales, demografía y territorio. El vecino tiene una dimensión continental cuatro veces superior a la Argentina y alberga una población cinco veces mayor.
Esta desigualdad no impedía hasta la posguerra la continuada primacía de la nación austral. En los años 60 todavía subsistía cierta paridad económica, que se disipó con el posterior avance del PBI brasileño.
Algunas explicaciones de esta brecha ponen el acento en la mayor obstrucción que impone el lobby agrario argentino al desarrollo industrial. Otras caracterizaciones remarcan el comportamiento rentista de la burguesía local, que ha sido muy proclive a concentrar negocios en la especulación financiera. Esta conducta es vista como una herencia cultural de la oligarquía vacuna, que legó su improductividad a todos los grupos dominantes.
Otros enfoques estiman que estos condicionamientos han sido menores, en comparación a la ausencia de estabilidad política que singulariza a la Argentina. Esta fragilidad anuló las estrategias oficiales más perdurables que se observan en Brasil y que generaron una burocracia estatal más cohesionada y articulada con la clase capitalista. Los dominadores de ese país nunca enfrentaron, además, el nivel de desafío social que impuso la clase obrera argentina.
Seguramente la explicación de los desniveles capitalistas entre ambos países se encuentra en alguna combinación de esos argumentos. Lo que parece confirmarse es la incapacidad del modelo actual para revertir esas tendencias.
Continua
Claudio Katz es Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).
27/07/10