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¿Se va acabar la costumbre de matar en nombre del progreso?

¿Se va acabar la costumbre de matar en nombre del progreso?

Diego Domínguez (INDYMEDIA)

¿Cuanto vale la vida de un toba en Argentina? ¿Acaso vale más hoy que en 1924, cuando civiles y policías masacraron más de 200 indígenas en Napalpi (Chaco) que exigían el derecho a ser reconocidos como seres humanos con derechos? Para los verdugos es evidente que siempre vale menos que la bala que usan para matar, parafraseando a Eduardo Galeano. ¿Y para los sectores progresistas cuanto vale?

¿Cuánto vale la vida de un joven ava-guarani de la Loma que mató a palos la seguridad privada del Ingenio San Martín del Tabacal en 2006? ¿Y la del viejo cacique wichi de Tonono que mata la policía de Salta en ese mismo año? ¿O la vida de aquel campesinito santiagueño de cinco años asesinado por el disparo de un guardia privado que custodiaba un campo? ¿Que habían hecho Fabián Pereyra, o José Galarza, o Mario Ezequiel Gerez? ¿Y Javier Chocobar de la comunidad diaguita de Chuschagasta asesinado ejemplarmente el 12 de octubre de2009 por los pistoleros de un terrateniente?
Estos casos, como lo ocurrido en la Primavera, Formosa, y con independencia de sus aspectos singulares, tienen un común denominador: se inscriben en el marco creciente de conflictos por tierra y recursos naturales en general, en tiempos de expansión de la frontera agropecuaria vía agronegocio y cosechas record para exportación (frente oleaginoso y ganadero-forestal). Según un documento del Grupo de Estudios sobre Ecología Política, Comunidades y Derechos (GEPCyD) de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en el periodo post-devaluación de 2002, sobre un total de 243 casos de conflictos de tierras se registra algún tipo de violencia ejercida sobre la población local en el 37% de los mismos. Es decir, que en 93 conflictos ocurridos en esos años ha habido algún detenido, procesado, herido, amenazado con armas de fuego, torturado o asesinado. En estos casos están implicadas más de 6.000 familias, están en juego más de 1 millón de hectáreas, y los bienes en disputa son mayormente la tierra, el agua y el monte. Se han detectado 13 asesinatos y 59 heridos de gravedad. Las provincias que mayor índice de violencia presentan son Santiago del Estero, luego Salta y Chaco. Según el mismo estudio, el aumento de la violencia contra poblaciones campesinas e indígenas en el periodo democrático puede observarse a partir de algunos indicadores:
– Mayor presencia en los operativos de desalojo de: gendarmería, grupos especiales y guardias privadas.
– Aumento de asesinatos y heridos graves en conflictos de tierra.
– Creciente despliegue de operativos nocturnos para detenciones de campesinos.
– Aumento de casos de acciones policiales sin orden judicial en conflictos de tierra.
– Creciente criminalización de las familias campesinas.
Es decir, los casos de asesinatos se despliegan en condiciones de “militarización” de las áreas rurales de Argentina. Se trata de números, pero tienen nombres, y sus vidas no tienen valor de mercado, no suman, porque el valor que tienen es el de la diferencia entre la realización de un país donde quepan todas las naciones, ideas, sueños, habitado de dignidad y paz, que son los principios por los cuales vivieron ellos y ellas, o el país al que nos quieren acostumbrar.

Es que parece fácil acostumbrarse a ser complacientes con los “costos” del “progreso”, mientras las vidas las ponen los otros. Según la Comunidad de Estudios Campesinos (CEC), la violencia rural es parte de los dispositivos de que se valen los impulsores del agronegocio para controlar tierras en manos de pueblos originarios y comunidades rurales. La emergencia de la violencia en el “interior” de Argentina es contracara de la implementación de proyectos económicos basados en la explotación y agotamiento de los bienes naturales (del suelo y del subsuelo). No estamos frente a accidentes o excesos de las fuerzas de seguridad, sino que estamos frente a una de las condiciones necesarias para la consolidación del modelo neo-exportador en este país, el cual ha sido bautizado por los movimientos indígenas, campesinos y de pequeñas ciudades como “modelo extractivista”. En él no tiene cabida la soberanía alimentaria, ni tampoco importa el desarrollo sustentable, o las condiciones ambientales para las generaciones futuras, pues solo importa consumir los últimos rincones de biodiversidad del país en beneficio de un puñado, cueste lo que cueste.

Argenpress 09/12/10