La insurrección libia entre el martillo de Gadafi, el yunque de la OTAN y la confusión de la izquierda
Ha pasado más de un mes desde que la coalición encabezada por la OTAN inició su intervención militar en Libia, después de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU) adoptara, el 17 de marzo, su resolución Nº 1973 autorizando el establecimiento de una zona de exclusión aérea y la adopción de “todas las medidas necesarias” para “proteger a los civiles y las zonas habitadas por civiles”.
Esta resolución y la consiguiente intervención militar habían sido reclamadas con urgencia por fuentes relacionadas con la insurrección libia que comenzó a cobrar impulso a mediados de febrero, inspirada por el éxito del levantamiento egipcio que logró derrocar a Hosni Mubarak. Además de la enorme multitud de personas ajenas a la política que estaban lógicamente hartas después de más de 40 años de dictadura de un psicópata, la insurrección reunió el mismo abanico de fuerzas políticas que impulsan la mayoría de levantamientos en curso en el norte de África y Oriente Medio: demócratas liberales, diversas corrientes islámicas moderadas o extremistas, exmiembros del régimen (en Túnez incluso el ejército se puso del lado de los manifestantes) y grupos y personas de izquierda, probablemente también en Libia /1.
Nada más iniciarse la revuelta masiva, la represión por parte de las fuerzas leales a la familia de Gadafi fue más sangrienta que la que experimentó cualquier otra protesta multitudinaria contra otros déspotas árabes desde que comenzaron las manifestaciones a principios de año. El régimen de Trípoli contaba con dos importantes bazas frente a los insurgentes, a pesar de la deserción de unos cuantos oficiales y unidades militares que se unieron a la insurrección. Gadafi, sus hijos y sus compinches controlaban las brigadas armadas hasta los dientes y la fuerza aérea, así como la notable cantidad de dinero y oro que tenían a su disposición en las arcas del Estado libio. Para compensar el impacto inicial del levantamiento sobre su fuerza militar, procedieron a reclutar a numerosos mercenarios de otros países africanos pobres (según diversas fuentes, este reclutamiento corrió a cargo de una empresa israelí que percibía 200 dólares por persona y día, de los que únicamente la mitad se pagaba a los soldados de fortuna). También emplearon la fuerza y el dinero para tratar de dar la impresión de que la dictadura gozaba del apoyo masivo de la población (refugiados procedentes de Trípoli en Túnez, donde he estado recientemente, confirman que les ofrecieron dinero para manifestarse en las calles a favor de Gadafi).
El 22 de febrero, dos días después de que su hijo Saif advirtiera a los manifestantes de que Libia no es Túnez ni Egipto —indicando con ello que la familia de Gadafi no abandonaría el poder bajo presiones políticas— y les amenazara con la guerra civil, el propio Muamar el Gadafi pronunció uno de los discursos más siniestros que se recuerdan de la historia reciente, un discurso cuyo tono y vocabulario (en particular la calificación de ratas e insectos que hizo de los oponentes) recordaban a la década de 1930 (solo existe una traducción parcial y muy libre del discurso en inglés). El déspota libio citó varios precedentes que se dijo dispuesto a imitar, entre ellos la masacre de 1989 en Tiananmen (China) y la de 2004 en Faluya (Irak). Mencionó asimismo el ataque israelí contra Gaza en 2008-2009, una analogía que repitió el 7 de marzo en una entrevista que emitió un canal francés de televisión por satélite. Y en otro discurso, pronunciado el 17 de marzo, el día en que el CSNU iba a adoptar la resolución Nº 1973, comparó el asalto a Bengasi por parte de sus tropas con el asedio de Madrid por el dictador español Francisco Franco, declarando que confiaba en que apareciera una “quinta columna” en la ciudad que le ayudara a “liberarla”. Por entonces, las fuerzas del régimen habían comenzado a concentrarse a las afueras de Bengasi para lanzar su ofensiva sobre la ciudad, que se inició el 19 de marzo.
Ante la aplastante superioridad militar de las fuerzas de Gadafi, los insurgentes estuvieron solicitando protección internacional durante varios días, en particular el establecimiento de una zona de exclusión aérea para impedir que Gadafi utilizara su aviación. En su primera reunión del 5 de marzo, el Consejo Nacional de Transición aprobó una declaración fundacional que concluía con estas palabras:
“Finalmente, a pesar de que la relación de fuerzas es desigual entre los manifestantes indefensos y los mercenarios y batallones privados del régimen del tirano, confiaremos en la voluntad de nuestro pueblo de vivir dignamente en libertad. Además, pedimos a la comunidad internacional que cumpla su obligación de proteger al pueblo libio de cualquier nuevo genocidio y crimen contra la humanidad sin lanzar una intervención militar directa en suelo libio.”
Esta petición fue respaldada por la Liga Árabe una semana después, el 12 de marzo, con dos votos en contra (Argelia y Siria) de un total de 21 (Libia no estaba representada) /2. Para los regímenes árabes, incluidos los más reaccionarios entre los que forman parte del Consejo de Cooperación del Golfo, era una manera barata de complacer a la opinión pública árabe, preocupada por la suerte de la revuelta libia, mientras todos ellos trataban de acallar o prevenir un levantamiento en su propio país. El secretario de la Liga Árabe, Amr Musa, quiso aprovechar la ocasión para indicar de nuevo que estaba del lado del pueblo, después de su aparición oportunista entre los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo, siempre con vistas a su candidatura a la presidencia de Egipto tras la caída de Mubarak.
La petición obtuvo entonces el apoyo de las principales potencias militares occidentales, especialmente las que ocupan puestos permanentes en el CSNU. Desde su punto de vista entraban en juego varias consideraciones: las nefastas consecuencias económicas potenciales, relacionadas con el petróleo, de una masacre a gran escala en Libia, que ya apunté en varias ocasiones anteriores; el temor a que una masacre empujara “a miles de refugiados adicionales a través de las fronteras libias”, como lo expresó Barack Obama en el discurso que pronunció el 28 de marzo; y, desde luego, la responsabilidad moral y el bochorno ideológico de ser acusados de no acudir al rescate de una población amenazada que pedía ayuda, cuando anteriormente habían invadido países so pretexto de ayudar a su población sin que esta lo hubiera pedido.
Estas mismas potencias también querían demostrar (con un bajo coste político, aunque el financiero resultara bastante elevado) que estaban del lado de las aspiraciones populares democráticas del mundo árabe, con la esperanza de que de este modo la gente olvidaría su historial de apoyo durante muchos años a las autocracias árabes, Gadafi incluido. Washington, en particular, quería soslayar el hecho de que mantuviera su apoyo a Mubarak y después al jefe de su servicio secreto hasta el último momento; y París pretendía ocultar su políticamente desastroso ofrecimiento de ayuda al dictador Ben Ali en sus intentos iniciales de acabar con la revuelta en Túnez antes de que alcanzara mayores proporciones. La intervención respondía además a un intento de desviar la atención del doble rasero que EE UU y sus aliados siguen aplicando, especialmente con su actitud muy moderadamente crítica —por no decir realmente benevolente— ante la represión de los levantamientos masivos en los dominios estadounidenses en el Golfo, como Bahréin. Para Nicolas Sarkozy era, además de todo ello, un modo de asegurarse una parte importante de los contratos petroleros con la Libia posterior a Gadafi a expensas de los competidores de Francia. Y para David Cameron, Silvio Berlusconi y sus homólogos, su postura era una respuesta al intento francés de desplazar sus intereses ya sustanciales en Libia.
Sea como fuere, el 19 de marzo —una vez que el régimen libio hubiera rechazado la orden de alto el fuego del CSNU— no quedaba más que una alternativa: o bien las tropas de Gadafi ocupaban Bengasi a un coste humano terrible, o bien las potencias de la OTAN intervenían para impedir esa posibilidad a un coste humano sin duda menor a corto plazo, aunque evidentemente incierto de cara al futuro. No había ninguna otra vía realista mejor, como una intervención a cargo exclusivamente de países árabes, como defendían algunos, que sin duda no habría sido una alternativa mejor y menos sangrienta (todos los Estados árabes dependen de Occidente y/o son más o menos autocráticos, incluido el Egipto gobernado por los militares), y todo lo demás no era más que hacerse ilusiones. Si Gadafi hubiera logrado ahogar la revuelta en un baño de sangre, el efecto contrarrevolucionario habría sido sin duda terrible en toda la región. Había que pararle los pies: este es un ejemplo de situación en la que hay que aceptar un “mal menor” frente a otro mayor.
La cuestión crucial en estas condiciones era y sigue siendo evitar hacerse ilusiones sobre lo que sigue siendo un “mal”, aunque de momentos sea menos peligroso (de ahí la condición de que la intervención no incluyera a tropas terrestres). Lamentablemente, tales ilusiones están cundiendo entre la población insurgente de Bengasi, como muestra la proliferación de banderas occidentales, sobre todo francesas, y de carteles prooccidentales. León Trotsky lo expresó una vez muy certeramente:
“Como dijimos hace mucho tiempo, es lícito concluir acuerdos puramente prácticos —que no nos vinculen lo más mínimo ni nos comprometan políticamente a nada— hasta con el propio diablo, si suponen una ventaja en un momento dado. Pero sería absurdo en este caso exigir que el diablo se convierta como tal al cristianismo y que utilice sus cuernos… para actos piadosos. Si formulamos tales exigencias, en realidad estamos haciendo de abogados del diablo y le pedimos que nos deje apadrinarle.”
En este sentido iba mi primer artículo sobre esta cuestión, escrito el 19 de marzo /3. Dije entonces que no podemos oponernos a la petición de los insurgentes libios de establecer una zona de exclusión aérea ni a su puesta en práctica inicial. En ningún momento dije que debíamos apoyarla, y todavía menos apoyar la intervención occidental, como afirmaron muchas personas de la izquierda, algunas amistosamente y de buena fe, otras de la típica manera de quienes, si alguna vez detentaran el poder, enviarían al Gulag a todo aquel que disintiera de ellas. Al mismo tiempo, denuncié la hipocresía de aquellas potencias que estaban dispuestas a intervenir y advertí contra cualquier ilusión con respecto a sus intenciones, defendiendo la necesidad de permanecer plenamente vigilantes y de oponernos a cualquier transgresión del mandato oficial de proteger a la población civil /4.
Seis días más tarde, en un segundo artículo sobre esta cuestión, fechado el 25 de marzo,/5 en el que planteé el debate con quienes habían criticado o atacado mi posición, escribí que “deberíamos exigir el fin de los bombardeos una vez neutralizada la fuerza aérea de Gadafi”, añadiendo lo siguiente:
“Y deberíamos oponernos a la plena participación de la OTAN en la guerra sobre el terreno más allá de los primeros golpes contra las unidades de blindados de Gadafi, necesarios para detener la ofensiva de sus tropas contra las ciudades rebeldes de la provincia occidental, por mucho que los insurgentes reclamaran o aplaudieran esta participación de la OTAN. … Por el contrario, deberíamos reclamar el suministro de armas a los insurgentes, de un modo abierto y masivo, de manera que dejen lo antes posible de necesitar apoyo militar extranjero directo.”
Importantes fuerzas antiimperialistas del mundo árabe adoptaron una postura similar a la que expresé en mi artículo del 19 de marzo, centrando la denuncia en Gadafi y expresando sus prevenciones en torno a los propósitos de las fuerzas occidentales, sin condenar la zona de exclusión aérea ni llamar a manifestarse contra la intervención occidental: desde el líder libanés de Hezbolá, Hasán Nasralá en su discurso del 19 de marzo, hasta el Partido Comunista Libanés, pasando por el Frente Popular para la Liberación de Palestina y Annahj Addimocrati, la principal organización de la izquierda radical de Marruecos, aparte de la Hermandad Musulmana egipcia (y sus organizaciones hermanas, incluido Hamás en Palestina), que yo dudaría en calificar de “antiimperialista”. Los Socialistas Revolucionarios de Egipto, que forman parte de la misma corriente internacional cuyo componente principal es el Partido Socialista de los Trabajadores (Socialist Workers Party) británico, no avanzaron ninguna consigna más concreta que un vago “No a la interferencia extranjera”, aparte de la denuncia de las intenciones imperialistas que es común a todos. Reprocharon al CSNU que no hubiera suministrado armas con anterioridad a los rebeldes. La única organización de izquierda del mundo árabe que exigió “el cese inmediato” de la intervención militar es, que yo sepa, el Partido Comunista de los Trabajadores de Túnez, que en tiempos había sido pro albanés. Ellos también apelaron a “todas las fuerzas antiimperialistas de la región árabe e islámica y del mundo entero a actuar y llamar a todos los pueblos del mundo a organizar marchas y manifestaciones e impulsar todas las formas de lucha para detener esta intervención”.
Una mera comparación entre este último llamamiento y el hecho de que en ninguna parte del mundo ha habido alguna protesta masiva contra la intervención occidental en Libia, pese a que varios grupos e individuos de la izquierda occidental rechazaran la zona de exclusión aérea y llamaran a movilizarse para detener la intervención occidental, es muy ilustrativa. De todas las acciones militares importantes de las potencias occidentales en los últimos años, la de Libia es la que menos protestas masivas ha suscitado. Y todo lo que consiguieron algunos grupos de la izquierda occidental con su oposición refleja a la zona de exclusión aérea y la intervención occidental fue perder una preciosa oportunidad para hacer oír su voz por las amplias masas árabes. En todas las movilizaciones populares que han tenido lugar desde el 17 de marzo en la región árabe ha habido numerosas expresiones de apoyo a la revuelta libia, pero apenas algún llamamiento al cese de la intervención occidental.
En lugar de actuar en función de ciertos reflejos políticos condicionados, los grupos arriba citados de la izquierda occidental, que luchan en las entrañas del monstruo, habrían sido más efectivos si hubieran expresado su comprensión de la postura de los insurgentes libios, culpando a Gadafi de haberles confrontado con semejante dilema, advirtiendo con firmeza al pueblo libio y a otros pueblos de la región árabe contra cualquier ilusión en torno a los propósitos de las potencias imperialistas y exigiendo el suministro de armas a los insurgentes a fin de permitirles derrotar a Gadafi con sus propias fuerzas. Esta posición habría suscitado muchas más simpatías por la izquierda tanto entre los árabes como a escala internacional /6.
En mi último artículo, del 31 de marzo /7 señalé que se había conseguido abortar la inminente masacre en Bengasi, que la fuerza aérea de Gadafi había quedado destruida sin posibilidades de recuperación y que sus fuerzas habían quedado muy debilitadas, aunque todavía conservan una clara ventaja sobre los insurgentes. Por eso denuncié los planes de la OTAN de prolongar su intervención directa durante tres meses amparándose en la resolución del CSNU y pretextando la superioridad militar de las fuerzas de Gadafi, e hice hincapié en que
“la manera de poner fin a esta superioridad y de permitir que gane la revuelta, de conformidad con el derecho del pueblo libio a la autodeterminación, es que los hipócritas gobiernos occidentales —que vendieron montones de armas a Gadafi desde que se levantó el embargo sobre Libia en octubre de 2004 y Gadafi se convirtió en un ‘modelo’— entreguen armas a los insurrectos…
Ahora que se ha establecido la zona de exclusión aérea con la típica contundencia de la OTAN y que la capacidad de las fuerzas de Gadafi para amenazar a las poblaciones civiles con una masacre a gran escala está muy debilitada, deberíamos centrar nuestra campaña en dos exigencias principales e inseparables a la coalición dirigida por la OTAN: ¡Alto a los bombardeos! ¡Entregad armas a los insurgentes!
Estas dos exigencias juntas reflejan nuestra manera de demostrar concretamente que defendemos la revuelta del pueblo libio contra su tirano mucho más que aquellos que les deniegan armas y desean controlar su movimiento.”
En un artículo de opinión publicado en la web del diario francés Le Monde el 12 de abril, Mustafá Abdul Jalil, presidente del Consejo Nacional Interino (o de Transición) que dirige la revuelta libia, admitió lo que ya habían confirmado observadores independientes sobre el terreno, a saber, que Libia habría sido aplastada bajo la bota de hierro de Gadafi “si no hubiera sido rescatada por los aviones franceses que salvaron a Bengasi del baño de sangre que el dictador estaba anunciándole y si no hubiera tenido lugar la intervención de la comunidad internacional encabezada por el señor Sarkozy y sus aliados”. Sin embargo, añadió lo siguiente:
“No pedimos a nadie que haga la guerra por nosotros. No pedimos que vengan soldados extranjeros a pararle los pies al enemigo. No esperamos que los amigos de Libia liberen nuestro país por el bien de nosotros. Pedimos que se nos dé tiempo y los medios para constituir una fuerza capaz de resistir a los mercenarios y la guardia pretoriana del dictador y después de liberar nuestras ciudades. La comunidad internacional, a menos que cambie de postura, debe seguir ayudándonos, no solo con aviones, sino también con equipos y armas. Dennos los medios para liberarnos y asombraremos al mundo: toda la fuerza de Gadafi se deriva de la juventud y la debilidad inicial de nuestra lucha; Gadafi es un tigre de papel, esperen y lo verán.”
Las fuerzas de Gadafi cambiaron de táctica de combate, ocupando zonas urbanas cerca de la población civil y utilizando vehículos más ligeros para sus movimientos. Sin embargo, conservan una clara ventaja sobre los insurgentes debido a la superioridad de su armamento, como ha descrito y evaluado recientemente C. J. Chivers en The New York Times (20 de abril). En estas condiciones, por esta vía solo podían ser derrotadas, en el mejor de los casos, a base de ataques desde la distancia (inclusive con aviones no tripulados) a un coste muy elevado en vidas humanas y amplios daños materiales. Esta es otra razón por la que las incursiones aéreas extranjeras deben ser sustituidas por la entrega de armas a los insurgentes, de manera que puedan liberar su país por sus propias fuerzas, como no han dejado de afirmar que quieren y son capaces de hacer.
Las razones señaladas por Chivers para explicar por qué la mayoría de las potencias occidentales, sobre todo el gobierno de EE UU, se niegan a toda costa a entregar a los insurgentes los medios que les permitirían vencer son igual de hipócritas que la aseveración de que la intervención de estas potencias estuvo motivada principalmente por consideraciones humanitarias. Esas razones son: 1) que los insurgentes “anárquicos” podían infringir las normas internacionales relativas a los conflictos bélicos e incluso cometer crímenes de guerra y 2) que las armas que reciban podrían acabar en el “mercado negro” y en manos de terroristas. Chivers concluye su artículo diciendo que “ver a los rebeldes libios camino de la batalla es ver a hombres jóvenes que claman por la libertad dirigiéndose a un sangriento choque desigual y en muchos casos a una muerte segura.
Armarles, sin embargo, implicaría asumir otros riesgos, algunos de los cuales podrían perdurar durante años.” A Chivers no se le ocurrió —o no se tomó la molestia de señalar— que 1) las mismas potencias occidentales que intervienen militarmente en Libia violan regularmente las normas relativas a los conflictos bélicos y cometen crímenes de guerra de una magnitud que no solo eclipsan los eventuales crímenes de los insurgentes libios, sino incluso los de la propia dictadura libia, y 2) que esas mismas potencias no tenían escrúpulos a la hora de vender armas a toda clase de tiranos sanguinarios, muchos de ellos verdaderos especialistas en terrorismo de Estado o amparado por el Estado, incluido, por supuesto, Gadafi.
En un reciente artículo (fechado por lo visto erróneamente el 11 de marzo) publicado en la página web del SIPRI, Pieter Wezeman explicó muy bien cómo “en las actuales incursiones aéreas contra las fuerzas libias, países que en el pasado apoyaron al régimen del coronel Muamar el Gadafi atacan ahora —con autorización de las Naciones Unidas— a unas fuerzas a las que apenas unas semanas antes estaban ofreciendo y suministrando armas”. La hipocresía, sin embargo, no puede ocultar la razón fundamental de la resistencia de las potencias occidentales a armar a los insurgentes: no confían en el Consejo Nacional de Transición, en su capacidad de controlar la revuelta masiva ni en la disposición de un futuro gobierno libio elegido democráticamente a someterse a sus intereses. El hecho mismo de que muchas figuras de la revuelta sobre el terreno hayan criticado severamente a la OTAN en vez de manifestar la gratitud servil, como esperaba la Alianza de ellas, es una señal importante que las capitales occidentales no han pasado por alto.
A fin de cuentas, las potencias occidentales comparten cada vez más las preocupaciones de Israel con respecto a Siria, y probablemente algunas de ellas lamentan ahora no haber dejado que Gadafi aplastara la revuelta y siguiera desempeñando su papel de valioso aliado en su “guerra contra el terrorismo” y su guerra terrorista contra los inmigrantes. En un contundente artículo publicado en Le Monde el 14 de abril, Jean-François Bayart denuncia la connivencia de los países europeos, encabezados por Italia, y el régimen de Gadafi en la sucia represión criminal de la inmigración desde las costas africanas hacia el territorio europeo (incluidas las islas italianas en el Mediterráneo). Señala el hecho de que la OTAN no ataca la flota de Gadafi por miedo a destruir lo que califica correctamente de “dotación mínima contra la inmigración”.
La única manera que se plantean potencias de la OTAN como Francia y Gran Bretaña de entregar (una cantidad limitada de) armas a los insurgentes libios pasa por el control estricto de los “asesores” que envían, por supuesto con el fin de explorar el terreno de cara a una futura intervención de tropas de tierra (la afirmación de que esos asesores son necesarios no es más que un pretexto que ni siquiera han corroborado los propios insurgentes). Estas potencias de la OTAN están preparando el terreno para tal invasión, como demuestra el hecho mismo de negarse a entregar a los insurgentes los equipos y armamentos que precisan para derrotar a las fuerzas de Gadafi, permitiendo a estas últimas avanzar hasta el punto de que los propios insurgentes se sientan forzados a solicitar la intervención terrestre que hasta ahora han rechazado con razón y firmeza. Una primera victoria de esta maniobra maquiavélica es el hecho de que los insurgentes de Misrata hayan reclamado una intervención terrestre después de perder la esperanza de que la OTAN sea capaz de parar desde el aire y el mar el avance de las fuerzas de Gadafi.
El movimiento antiguerra y antiimperialista mundial debería movilizarse a favor de la revuelta libia y de otros países del norte de África y de Oriente Medio y saber cómo denunciar de la manera más efectiva los propósitos de las potencias imperialistas demostrando quiénes son los que de verdad apoyan las luchas populares /5.
Notas
1/ La última vez que hubo algún indicio de la existencia de una izquierda organizada en Libia fue, si no me equivoco, a comienzos de la década de 1970, cuando llegaron noticias sobre la represión contra un grupo trotskista en este país.
2/ Un comentario en inglés sobre esa reunión indicó que solo estaban presentes y participaron en la votación 11 miembros de la Liga, confundiendo el hecho de estar representado por un ministro de Exteriores con estar representado como Estado. Todos los Estados, salvo Libia, estuvieron representados, bien por sus ministro de Exteriores, bien por funcionarios de un nivel inferior (el embajador o un cargo equivalente). Por cierto, es interesante señalar que en las manifestaciones favorables al régimen en Siria y Libia se grita una consigna similar: “Dios, Libia, Muamar y nadie más” en un país, «Dios, Siria, Bashar y nadie más” en el otro.
3/ “Allí la gente no quiere que vayan tropas extranjeras. Es consciente de los peligros y desconfían sabiamente de las potencias occidentales”, en http://www.vientosur.info/articulosweb/ noticia/index.php?x=3729
4/ Ninguna persona que lea mis declaraciones sin las lentes distorsionadoras propias de una tradición sectaria profundamente arraigada que por desgracia sigue estando muy presente en la izquierda radical puede pasar por alto la diferencia cualitativa entre mi posición y la que expresó el 27 de marzo mi amigo Juan Cole, con quien he tenido en el pasado desacuerdos públicos en torno a Irak, por no hablar ya de asimilaciones mucho más estúpidas de mi postura a la de los defensores “liberales” del imperialismo.
5/ Un debate legítimo y necesario desde una perspectiva antiimperialista, en http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=3744
6/ Lance Selfa concluye su comentario amistoso sobre mi postura, publicado el 29 de marzo en Socialistworker.org, afirmando que “por muy impopular que parezca una posición en un momento dado, la izquierda adopta la postura correcta oponiéndose a la zona de exclusión aérea decretada por las Naciones Unidas sobre Libia y a la intervención militar occidental.” Se trata, efectivamente, de una postura impopular, pero el problema es que no era correcta, y el sector de la izquierda a que se refiere no tenía por qué adoptar una postura impopular en este caso. Estoy totalmente a favor de adoptar posturas justas, aunque sean impopulares, siempre que sea necesario, pero no era este el caso.
7/ El discurso de Barack Obama sobre Libia y las tareas de los antiimperialistas, en http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=3792
8/ Acabé mi artículo del 25 de marzo con la siguiente afirmación:
“Podemos estar casi seguros de que la intervención actual en Libia resultará ser sumamente embarazosa para las potencias imperialistas en el futuro. Como han advertido con razón los miembros del establishment de EE UU que se oponen a la intervención, la próxima vez que la fuerza aérea israelí bombardee a uno de sus vecinos, ya sea en Gaza o en el Líbano, la gente reclamará una zona de exclusión aérea.”
Algunos pensaron haber hallado en esta cita una buena ocasión para colarme un gol. Uno preguntó con insistente ironía por qué no se planteó la petición de una zona de exclusión aérea cuando la invasión del Líbano por Israel en 2006 y el ataque a Gaza en 2008-2009. Pues bien, el caso es que la Liga Árabe propuso hace dos semanas, el 10 de abril, por primera vez en su historia, una reunión del CSNU para discutir sobre la imposición de una zona de exclusión aérea contra la aviación israelí sobre Gaza, cuando todo indicaba que Israel iba a lanzar una nueva campaña de bombardeos contra la franja. La iniciativa de la Liga Árabe fue aplaudida tanto por la Autoridad Palestina como por el gobierno de Hamás en Gaza, así como por grupos propalestinos del mundo entero, provocando al mismo tiempo reacciones enfurecidas y preocupadas de portavoces israelíes y proisraelíes.
Gilbert Achcar se crió en el Líbano y actualmente es profesor de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de la Universidad de Londres. Ha publicado, entre otros, los libros El choque de barbaries, traducido a 13 lenguas; Estados peligrosos, en colaboración con Noam Chomsky; y más recientemente, The Arabs and the Holocaust: The Arab-Israeli War of Narratives.
Traducción: VIENTO SUR
LaClase 29/04/11