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El karma de una sociedad embrutecida

El karma de una sociedad embrutecida

Eduardo Fidanza
Para LA NACION


Una interpretación plausible pero acaso esquemática se desplegó después del asesinato del joven militante del Polo Obrero Mariano Ferreyra. Se afirma que esa muerte es finalmente el resultado de un clima de violencia verbal y simbólica generada por el Gobierno, sus socios sindicales y ciertos compañeros de ruta desaforados como, en su momento, Luís D´Elia y, recientemente, Hebe de Bonafini.
No puede desecharse esa causalidad, pero corresponde reexaminarla, y matizarla con argumentos complementarios y en algunos casos contradictorios. Sugeriré algunas variantes. O mejor: algunas preguntas. Primero: ¿El peronismo ha sido a lo largo de su historia promotor o amortiguador de la violencia política? Después, habría que esclarecer cuál fue durante estos años la actitud del Gobierno respecto de la violencia. La segunda pregunta es entonces: ¿los Kirchner la fomentaron o la mitigaron?
Una mirada a la historia del peronismo muestra una tortuosa relación entre la violencia verbal y la física. Entre la instigación y la concreción. Perón usó jerga violenta en situaciones límite, pero sus efectos fueron mínimos en la calle. Pronunció su agónico «5 por 1» mientras desalentaba la entrega de armas a los obreros tras el brutal bombardeo de Plaza de Mayo. Prefirió la cañonera paraguaya al baño de sangre. Años después alentó la violencia de sus «queridas formaciones especiales» para conquistar el poder, pero una vez que se alzó con él, las combatió con lógica de hombre de Estado, mientras su entorno diseñaba un dispositivo represivo paraestatal que anticipó la máquina de matar implementada por los militares.
En esa tradición ambivalente debe ubicarse un conflicto que recorre la historia del peronismo: su antagonismo con la izquierda combativa de inspiración marxista, surgida dentro o fuera de sus filas. El peronismo, antes un fenómeno estatal que social, nunca toleró compartir el poder con grupos de talante revolucionario. No fue la lucha de clases, sino la conciliación de éstas diseñada desde el Estado, su hilo conductor. Y en ese sentido fue amortiguador de la violencia, si por ella entendemos la rebelión de las clases subalternas contra el Estado y los propietarios de los medios de producción.
Podría decirse que el peronismo fue violento con los que impugnaron la esencia de su programa (la izquierda marxista), pero se abstuvo de serlo con sus enemigos políticos circunstanciales, aun con los que se disponían a arrebatarle el poder.
Un dejo de hipocresía envuelve el vínculo del peronismo con la violencia. Su autoproclamado carácter justiciero y redentor, de raíz nacionalista y católica, le dificulta promover explícitamente la violencia. Cuando la necesita la disfraza, la mezcla con proclamas pacifistas o la terceriza, como señalaron con certeza los compañeros de Ferreyra. La matanza de Ezeiza fue un paradigma de esa actitud.

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¿Cómo se ubican los Kirchner en esta saga? Al menos hasta ahora, y que yo sepa, juegan con fuego sin quemarse. Usan la jerga agresiva de Perón, pero no puede atribuírseles ni un rasguñado. Los arrebatos discursivos de Néstor y Cristina, los exabruptos de Hebe de Bonafini y el empujón de D´Elia a un ruralista forman parte del psicodrama político argentino, no de su tragedia.
En cambio, el Gobierno podría ser responsable (no el único) de no atender una desgracia evidente e insondable. No estamos en épocas de revolución e ideología, sino de decadencia y fragmentación. Nuestra sociedad muestra terribles signos de deterioro. Hechos aparentemente inconexos y de distinta escala lo expresan: delito, mafias, injusticia social, barras bravas, corrupción, inseguridad vial, anomia, debilidad de las instituciones, pobreza, jóvenes sin estudio ni trabajo, drogas, violencia de género, TV basura. Una larga serie de desastres que reducen la calidad de vida de los argentinos.
Solo pensar que a nuestra clase dirigente -política y económica-, enfrascada en sus luchas de poder, no le interesa de verdad la degradación de la Argentina, produce angustia. Y constatar que estos infortunios son a veces funcionales a sus apetencias de dominación, genera resentimiento.
Tal vez ayude ampliar el campo de visión para entender el asesinato de un militante. Los motivos inmediatos son sin duda políticos e históricos, y el Gobierno pudo haber propiciado el clima. Pero las causas profundas no están ahí. Debe buscárselas en una sociedad embrutecida y sin destino.

La Nacion 23/10/10