Pueblos originarios
La sintonía fina del genocidio Wichí Pueblos originarios
Total normalidad reina en el Gran Chaco. La parasitosis hincha las pancitas de los niños aborígenes, comida diaria no hay. La desnutrición le da un tono amarillo al cabello de las mujeres. La mortalidad infantil hace lagrimear a los hombres. Más allá de la represión directa, la violencia estructural aplasta a los pueblos originarios: la negación de agua, alimentos, atención médica y educación. Hambre, sed, asesinatos, denuncias desesperadas y evidencia de sobra que incluye una estadística sanitaria horrorosa. Una investigación en el territorio Wichí de la Provincia de Formosa se transformó en una travesía al corazón de las tinieblas.
Por Stefan Biskamp, corresponsal alemán para América Latina, para ANRed.
1. Pescado Negro
Antes de llegar al corazón de las tinieblas pasamos unas horas en Pescado Negro. La foto en el título de esta nota es de ese lugar. No muestra un trastero de muebles escolares abandonados sino una de las dos salas de clases de la escuelita primaria de esta comunidad originaria Wichí a unos 50 kilómetros de la pequeña ciudad de Ingeniero Juárez en el noroeste de la Provincia de Formosa. Un cierto “progreso” solo se muestra en las dos sillas blancas de plástico que contrastan con este cuarto obscuro de ventanas tapiadas.
El choque que produce la imagen es la realidad y corresponde a la situación general de una comunidad en situación de pobreza extrema, donde familias de seis integrantes viven de mil pesos si la plata llega y a veces no llega. Familias que reciben agua potable una vez por mes si el camión que la transporta llega y a veces no llega. A veces no llega dos veces seguidas. Como única fuente de agua queda entonces una laguna cercana. Sí hay un pozo en Pescado Negro, un caño de plástico enchufado en la tierra cerca de la escuelita, pero desde los años 80’ la napa de agua dulce está exhausta y migrar a otra fuente, como fue la práctica de los antiguos nómades Wichí, ya no es posible con las tierras alambradas.
Paradójicamente, el camino hasta la laguna fue de ensueño. Esa tarde de otoño, caminábamos sobre un suelo suave de arena casi blanca que absorbió el sonido de nuestros pasos, escuchábamos el canto de un pájaro distante, agachados bajo arbustos y pasando algarrobos y plantas del Chaguar que nos rozaban con sus agujas. La luz cálida del sol poniente parecía jugar en el follaje de los árboles.
De un paso al otro se abrió el matorral dando espacio a una amplia llanura verde. La belleza asombrosa del paisaje se transformó en una pesadilla. La laguna era, de hecho, un río muerto estancado por unos diques construidos para bloquear inundaciones de las tierras ganaderas. De esa forma se detuvo por completo el flujo del agua, quedando cubierto por algas y contaminado por gérmenes y parásitos. “Acá nos enfermamos. Lo sabemos, pero no queda otra opción”, dijo Héctor Felipe, el referente de la comunidad.
Un bombero, encargado técnico de un grupo humanitario de Buenos Aires que brindó ayuda de emergencia a los pueblos de la región en estos días del marzo pasado, murmuró moviendo su cabeza, y con una mirada congelada hacia la laguna: “¡No-no-no-no-no! – no se puede tomar de acá. Tiene una altísima contaminación biológica.” El enfermero José Antonio Boggiano, líder de este grupo de Enfermeros para la Asistencia Humanitaria (ENASHU), dijo: “Curamos a la gente, pero si tienen que tomar este agua, la parasitosis vuelve enseguida.”
Volvimos a la plaza de arena arrodeada por las casitas escondidas detrás de vallas y arbustos. Frente a la escuela el grupo de enfermeros y médicos atendió a la comunidad, cuyos miembros formaban largas filas a la espera de su turno – las madres con sus niños, los jóvenes, los hombres y los ancianos. Un bebé estaba gritando, una enfermera corriendo en busca de medicamentos, una médica palpando el estómago de un hombre. Trabajo concentrado. Ese día, el grupo ENASHU en su recorrido desde la ciudad de Ingeniero Juárez ya había atendido a unos trescientos pacientes en una comunidad del antiguo territorio Wichí en el monte formoseño. Pescado Negro fue la segunda parada.
“La ambulancia nunca llega”, dijo el referente Felipe, “por eso mueren tantos niños. Hay accidentes, pican víboras o están enfermos”. En los últimos años, murieron dos niños cada año. No parece una estadística contundente, pero para ponerlo en relación, esta comunidad tiene 110 miembros, de manera que la actual mortalidad infantil en esta comunidad es altísima. Y sí hay una salita en Pescado Negro, pero no tiene equipamiento. “El Pami nunca mandó medicamentos, falta todo”. Falta también un medio de trasporte hasta el próximo colegio secundario, que impide cumplir la educación obligatoria para los jóvenes sobrevivientes de la mortalidad infantil. El comedor de la escuelita se ubica en el exterior, su única infraestructura son unos palos y un agujero en el suelo y su importancia radica en que se trata de la fuente primordial de nutrición para los niños.
Sin embargo, este lugar mortal es privilegiado. No llega, como pasa en las comunidades más cercanas al centro urbano de Ingeniero Juárez, la violencia diaria por parte de las fuerzas policiales. Cerca de los barrios marginalizados de la ciudad se escuchaban tiroteos en la noche cada quince minutos. Agresiones que llegan a asesinatos en serie contra jóvenes indígenas y violaciones de niñas y mujeres aborígenes casi como costumbre se pueden documentar. Tal es el caso del niño Wichí de 11 años Nazareno Chávez, víctima de una verdadera cacería a lo largo de unos 100 metros a manos de la policía en la noche del 21 de marzo.
Una sincronía. Mientras el grupo humanitario ENASHU llegaba al corazón de las tinieblas, en la ciudad de Ingeniero Juárez este niño era cazado como un animal salvaje.
En el monte del Impenetrable, en comunidades como Pescado Negro se observó la violencia estructural por negación de agua, de comida y de asistencia médica. Fue la sintonía fina del genocidio contra los Wichí. En la ciudad la violencia se expresó de manera más directa y desnuda. Mientras se escribe esta nota, el niño Nazareno todavía está internado en un hospital de Formosa Capital, unos 500 kilómetros de su comunidad, cinco semanas después de que una bala de plomo astilló los huesos de su rodilla de izquierda.
Algo así no es registrado en Pescado Negro en los últimos años. Pero la comunidad goza aún de más privilegios. Al contrario de otras comunidades, postes de luz llegan hasta el amplio espacio de arena, aunque desde su construcción años atrás los cables todavía están cortados y las casitas siguen sin luz como siempre. La laguna contaminada constituye otro privilegio de Pescado Negro, porque existen comunidades que ni siquiera cuentan con una laguna contaminada.
Había lugares aún más abandonados y más mortales en el corazón de las tinieblas. Salimos de Pescado Negro comprimidos en el área de carga de un camión que corría como loco por la ruta de tierra. Nubes de pájaros se levantaron de los árboles. El cielo se abrió. El sol se puso. Hacía frío.
2. Pocitos
Llegamos a la comunidad Pocitos en la noche. Cuando paramos, se nos hizo un nudo en la garganta, los profesionales enfermeros y médicos empezaron a laburar, tensos, shockeados, conmovidos pero concentrados en la rutina para escapar del horror.
Ellos aparecieron desde la obscuridad de la vegetación del monte hacia el foco deslumbrante del camión: niños sin ropa, mujeres con sus faldas y camisas coloridas, jóvenes descalzos, hombres de pómulos salientes. La belleza del paisaje había perdido su fuerza distractora, el verde de los árboles y de los arbustos, la luz jugando en el tejido de las hojas, el contraste de los colores. Todos eran desaparecidos de la noche. Quedó el horror desnudo. Esa noche llegamos al corazón de las tinieblas.
Unos 300 miembros viven en la comunidad, son 49 las familias. En la obscuridad del monte nocturno, unos 100 metros más delante de donde los voluntarios pusieron sus lámparas para atender a la gente, se podía ver una luz aislada. Tropezando nos dirigimos hasta ahí, las ramas tocaron nuestras caras y las sombras se movieron entre los arbustos del matorral. La fuente de luz era un fuego de leñas frente a una casilla. Tenía paredes en dos lados, dos sillas de plástico negras y una cama. Se podía ver una jarra de plástico verde, unas sillas más y un balde. Comida no había. No había nada de nada más en esta casilla. Del techo de tierra colgaban ramillas entre las que se movía algo. El techo era el hábitat de las vinchucas, los bichos que transmiten el mal de Chagas. Más de la mitad de los adultos en Pocitos mostraban los síntomas.
Detrás de la casilla se encontró la fuente de agua, un agujero de un metro de profundidad, donde se acumulaba la humedad residual del suelo. Había un balde con soga en el fondo donde había un charco de líquido color ocre con olor a podrido.
Esta agua se toma en Pocitos, porque el camión con el agua potable solo llega una vez por mes, unas veces no llega y si llega, el agua tampoco alcanza. “Solo 15 de las casas tienen piletas para el agua”, dijo el cacique Jorge Díaz, un hombre alto con surcos profundos gravados en su frente. “Muchos, son muchos”, fue su respuesta a la pregunta de cuantos niños se mueren. “Tal vez un niño muere en la noche”, dijo un vecino. “Nos despertamos en la mañana y el hijo no se mueve más. Puede ser por una araña o estaba enfermo”. La ambulancia nunca llega, comunicación telefónica no hay.
Gran cantidad de niños no tenían ropa. Tampoco tenían para comer. Sus panzas estaban hinchadas por la parasitosis. Cuando una enfermera les ofreció caramelos, los niños los agarraron con un grito desesperado, comiéndolos con el papel. “¡Dame uno, uno!”, gritaban, no porque quisieran solo uno sino porque querían al menos uno y lo gritaban, porque fue su primera comida en días. “¡Dame uno!”, fue el grito desesperado desde el corazón de las tinieblas.
Impactado, el enfermero Boggiano, participante durante décadas de iniciativas de ayuda sanitaria en países de América Latina y de África, como Ruanda, dijo que “creía haber visto lugares desolados y abandonados, pero este lugar en particular es tremendo. Estos niños desesperados de hambre, personas adultas con claros signos de hipoglucemia producto de la falta de ingesta de alimentos. Es uno de los más abandonados que he visto en mi vida”.
Estaba abandonado por el Estado. Con un gesto abrupto y desesperado el cacique Díaz me entregó la copia de una solicitud de 30 mil ladrillos para construir nuevas casas, elevada a la autoridad competente la Comisión de Fomento del pueblo Pozo de Maza. “¡Toma!”. La nota está firmada por él mismo y fechada el 2 de febrero de 2013. “Ya que Ud. tiene conocimiento en la forma en que vivimos”, el cacique escribió a las autoridades. El Presidente de la Comisión de Fomento lo recibió, se dirigió a las autoridades provinciales, pero el cacique nunca recibió una respuesta ni mucho menos los ladrillos.
Sí, a veces llega un maestro a la escuela, “pero este rancho es un chiste, está colapsando, tenemos miedo por nuestros hijos, lo reclamamos siempre”, exclamó Díaz. Finalmente, como síntesis, grita casi llorando, con voz quebrada: “Me canso. Conozco los responsables, el director del hospital de Ingeniero Juárez, el Ministro de Educación de la Provincia.”
“¡Toma!” fue otro grito desesperado desde el corazón de las tinieblas.
Cuando salimos del corazón de las tinieblas, nuevamente comprimidos en el área de carga del camión que corría como loco por rutas de tierra, el viento frío congeló en la memoria la imagen de los niños desnudos con sus panzas hinchadas desapareciendo del foco deslumbrante de las luces de nuestro transporte.
Media hora después pasamos por la localidad de Pozo de Maza, todavía 43 kilómetros de la base del grupo en Ingeniero Juárez. Ahí en Pozo de Maza había empezado este día, con la atención de más que 300 pacientes en la mañana y hasta las cuatro de la tarde. Había sido la más grande de las comunidades visitadas en este día, con 1600 habitantes, la mayoría indígenas.
Corriendo, en el camión, en la noche por este pueblo los recuerdos destellaban.
3. Pozo de Maza
En la mañana, en Pozo de Maza, había niños flaquitos con ollas en sus manos esperando para entrar en la nueva escuela de educación primaria número 521, inaugurada en el septiembre del año pasado. Había mujeres con su cabello amarillo por desnutrición, formando filas coloridas en el patio de la escuela, donde el grupo humanitario había instalado su centro médico provisorio esa mañana.
Había un grupo de referentes y caciques Wichí, reunido frente a la escuela, contando que en el centro de salud de Pozo de Maza casi nunca asistía un médico. “Hay ningún doctor”, dijo uno. “Falta ambulancia, mueren muchos.” Contó que en caso de que se lograra trasladar los enfermos al hospital de Ingeniero Juárez, a veces volvían muertos con sus órganos robados: “Se los lleva a Formosa Capital y desde ahí nunca sabemos cómo vuelven.” De hecho, las denuncias de tráfico de órganos abundan en las provincias de Formosa y de Chaco. “Vienen las elecciones, vienen los representantes del gobierno y viene la presión”, dijo otro. “Si no votamos correcto, no viene el camión con el agua.” Podría ser una exageración, pero abundan la denuncias de cómo las autoridades extorsionan como rehenes a las comunidades indígenas en estas provincias.
Otro recuerdo de esa mañana en Pozo de Maza fue el encuentro con una pareja mayor que vivía a pasos del nuevo edificio de la escuela en un rancho con techo de tierra. La señora tenía 50 años, pero parecía tan grande como su marido de 68 que parecía de 80. Aunque manejaron una distancia entre sí, quedó la idea de un cariño mutuo permanente. Fue ella que hablaba, él se quedó en el fondo. Fue partera tradicional, pero ya no tenía la fuerza de trabajar mucho. “Falta agua”. Dijo que no había atención médica: “una vez me llaman”. Dijo: “Una vez no hay para comer”. Para la foto, el marido se fue a la casa para buscar su camisa. Quería esconder su abdomen hundido.
Un joven de unos veintipico de años, que parecía como 40, se acercó para charlar con un grupo de enfermeras frente a la escuela. Dijo su nombre, que no se podía entender. Se disculpó con una sonrisa: “No tengo dientes.” Dijo: “mucha tos”, “lindo coche” y “linda gente” y algo con “quiero” y “foto”, que tampoco se podía entender precisamente. Fue una enfermera que se dio cuenta: “Quiere sacar una foto con la cámara.” Su dedo no tenía la fuerza de pulsar el obturador. Lo hicimos juntos. Cuando él vio la foto que sacó, parecía feliz. Como se evidenció, tenía tuberculosis aguda. No se sabe si la ambulancia, alertada por el grupo humanitario, vino después para llevarlo a un hospital.
Pero no todo era siniestro en Pozo de Maza. Al otro lado de la nueva escuela había unas nuevas viviendas de material. Fueron las casas de un jubilado trabajador del ferrocarril, un viejo dirigente peronista, y de sus hijos. Dijo, que sí, que el partido había sido una ayuda para comprar los ladrillos. Pero dijo que también en estas casas había vinchucas. Una de sus nietas no podía caminar, mostró su pie anquilosado y doblado hacia arriba en un ángulo de unos 60 grados, nunca recibió una operación. Si había privilegios políticos, tenían límites muy obvios. El dirigente y sus familiares vivían en nuevas casas, pero les faltaban ingresos. “Espero hace cuatro años que me paguen mi pensión”, dijo. Sus hijas tampoco cobraban la asignación universal por hijo. “Escribimos muchas cartas”, dijo y agregó: “Dígale a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner que estoy 45 años militando para el partido y no me quedó ni un coche usado ni una pensión”.
Más tarde, un vecino dijo que no entendía por qué el gobernador kirchnerista de la provincia, Gildo Insfrán, “apoya más a los radicales criollos que a los peronistas Wichí”. El racismo parecía superar “el sentimiento”.
La escuela en sí parecía intacta. Había cuatro maestros bilingües para 230 alumnos, el director Roberto Carlos Bordón parecía una autoridad respetada por los caciques y referentes. Casado con una mujer indígena, vivía hace décadas en el pueblo. Hay otros casos de cómo funciona la educación pública. Hace unas semanas, las tres comunidades Tres Palmitas, Campo Bandera y El Trébol, unos 15 kilómetros de Ingeniero Juárez, empezaron un corte en la ruta 39.
Entre otros reclamos denunciaron a la directora de la escuela por robar los fondos para los comedores. “Muchas veces no hay comida, aunque la gente vive de esto”, dijo el referente Wichí Agustín Santillán, “los chicos tienen hambre. Plata no falta, hay mucha.” Los más que 50 mil pesos por mes, “no llegan a las escuelas, mientras la directora tiene una casa de lujo en Ingeniero Juárez.”
Esto no sucedía en Pozo de Maza. Las maestras de la nueva escuela parecían comprometidas, los problemas fueron otros: “La mayoría de los niños tiene tuberculosis, muchos ya nacen con TBC y no hay tratamiento o no se puede terminarlo” , dijo el director Bordón. “En el fondo, somos un comedor.” Por eso, no había paro de docentes, “porque si hay paro, ese día los niños no comen.” La escuela tenía una cocina bien equipada, con esto todo parecía en orden. Aparte del agua.
El agua que tomaban los alumnos estaba contaminada, porque el motor estaba roto y si hubiese funcionado, la escuela tenía solo dos horas de luz por día, entonces, el motor tampoco habría tenido la corriente eléctrica necesaria.
Cerca de mediodía tres nenas de 11 años se fueron a la pileta de agua. Miraron al fondo, al agua estaba cubierta por algas. Se podía ver la causa de la diarrea crónica y la parasitosis. Las nenas tenían el pelo seco, quebradizo, de color amarillo, un signo evidente de desnutrición infantil.
Las nenas se reían del periodista que las miraba. Levantaron el balde con una soga y con gusto tomaron el agua para aliviar su sed. Sentado en el área de carga del camión, corriendo en la noche por el pueblo de Pozo de Maza, cruzando este espacio aparentemente infinito del Impenetrable bajo un cielo nocturno abierto recordamos las imágenes del día. Los gritos de “¡dame uno!” y “¡toma!” se podía escuchar en todas partes del Impenetrable. Durante todo ese día estuvimos atravesando el corazón de las tinieblas.
Epílogo
De las 972 personas atendidas por el grupo ENASHU en dos días en Pozo de Maza, Pescado Negro, Pocitos e Ingeniero Juárez surgieron los datos siguientes: La diarrea fue diagnosticada en 42.39% de los pacientes, la parasitosis en el 59.46% y la hipertensión arterial en el 31.58%. El mal de Chagas afectaba el 39.81% de los pacientes. Este último porcentaje es el límite inferior, solo muestra los casos obvios, porque el grupo humanitario no contaba con test de Chagas. La tuberculosis tenía una tasa de 26.13% y la pediculosis del 14.09%. Bajo peso se observó en el 18.42% y la hipoglucemia, síntoma de un ayuno prolongado, en el 9.46%. Esta cifra significa que una de diez personas, solo contando las que fueron registradas como pacientes, no había comido en los últimos días. Otras patologías encontradas fueron otitis, infecciones urinarias, heridas quirúrgicas de cesáreas con signos y síntomas de infección o con signos de flogosis, afecciones pulmonares y afecciones cardíacas.
Este es el perfil de una población en situación de pobreza extrema y de total abandono. Por el tamaño de la muestra, se puede concluir que los síntomas de la pobreza, el Chagas, la tuberculosis, la parasitosis y la desnutrición son epidémicos en la población originaria de Argentina.
Es una realidad diferente a la evocada por las autoridades de la provincia y los medios aliados. En una nota titulada “Atención integral a pueblos originarios”, publicada cuatro semanas después de la visita del grupo humanitario en el diario formoseño El Comercial, el director del centro de salud de Pozo de Maza, Dr. Carlos Mendoza, dijo que “siempre visitamos las comunidades de pueblos originarios que tenemos a cargo”, entre ellas Pocitos. El médico agregó: “Con el abastecimiento de insumos y medicamentos nos encontramos satisfechos. (…) Es muy importante para nosotros contar con el apoyo y la ayuda permanente de nuestro ministro de Desarrollo Humano, José Luis Décima”. Total normalidad reina en el Gran Chaco.
Anred 03/05/14