Crónica del último día de un dictador (y del primero de un pueblo)
Túnez: la lógica en cuclillas
Alma Allende
Han perdido el miedo y no están dispuestos a recular: “Pan y agua, Ben Alí no” (hubz wa me, Ben Ali le), “Túnez libre, Ben Alí fuera” (Tunis khurra khurra, Ben Ali barra barra), “Ben Alí asesino”, “Trabelsi, ladrones del estado”, “No pararemos hasta derrocar al dictador”. Las consignas se interrumpen a menudo para dar paso al himno nacional, reciclado o recuperado como canto subversivo: “moriremos moriremos para que la patria viva”. Ninguna consigna religiosa ni bandera partidista. Y cuando un barbudo invoca una vez el nombre de Alá, es sepultado bajo un alud de silbidos y abucheos
A las dos de la tarde nadie se ha ido. Se busca un poco de agua y cigarrillos y se vuelve a la multitud, que recupera dos elementos por cada uno que pierde. Los mismos que por la mañana creían la partida perdida ahora empiezan a recuperar la fe, cambio que coincide y se solapa con un aumento de la tensión. La paciencia, el empecinamiento, la obstinación de los gritones comienzan a poner nerviosos a los policías, que por primera vez forman en escuadra en las calles adyacentes a la avenida Bourguiba, cerrando los accesos. A través de los teléfonos móviles se reciben noticias desde otros barrios de la ciudad y los rumores contagian una excitación nueva: la policía reprime a los habitantes de la periferia que quieren acceder al centro, muertos en Hay el-Khadra y Le Kram, asaltos a las casas de los Trabelsi en La Marsa. ¿Será cierto? Es la policía quien nos lo confirma con su barbarie. Un minuto después de que el cadáver de un joven asesinado el día anterior cerca de la Medina desfile por encima de la multitud del boulevard, comienza el asalto. Detonan las bombas lacrimógenas y en medio del humo blanco la multitud empuja hacia las estrechas callejas adyacentes. Pero lo hace con una disciplina, con una prudencia, con una buena educación que nadie habría sospechado tampoco hace tan solo veinte días: wahda, wahda, shuaia, shuaia, imponen orden jóvenes passolinianos de una belleza inesperada, tratando de evitar una avalancha. Consiguen incluso hacer recular la primera estampida. El segundo asalto, en medio de las explosiones, provoca la desbandada. Salimos ya un poco a ciegas, tosiendo y frotándonos los ojos, entre dos cortinas de humo, delante y detrás, y algunos preferimos no pararnos, cruzar la nube que nos cierra el camino y huir del centro del avispero. Los desafortunados que no lo consiguen, los valientes que no quieren ceder, se verán a partir de ese momento encerrados durante dos horas en medio de una balacera.
Miles de personas corren por las calles alejándose de la avenida Bourguiba. Son miles, son muchos más de los que había en la concentración. ¿De dónde han salido? Las calles hasta entonces fantasmales, con todas los cierres metálicos de las tiendas bajados, burbujean ahora de una vida extraña, mitad excitada mitad amenazada, con una agudísima conciencia colectiva. Es muy emocionante. De pronto dos, tres, cuatro jóvenes se paran, se dan la vuelta y levantan las manos para detener a los fugitivos. “Hay que volver y luchar”, gritan. Y rompen a cantar de nuevo el himno nacional: namutu namutu wa yahi al-watan, moriremos moriremos para que viva la patria. Seis de cada diez vuelven sobre sus pasos para continuar la pelea a cuerpo desnudo. En ese momento no lo sabemos, pero este gesto cobra retrospectivamente todo su sentido: Ben Alí ha sido vencido por un pueblo que ha descubierto el valor de las matemáticas. Diez es más que uno; cien es más que diez. Y el del relato: hay un momento en el que es necesario marcar el climax, introducir un poco de retórica, respetar las convenciones. Los jóvenes cantan, arengan y el pueblo se gira, combate y vence.
A partir de las 16 h. los acontecimientos se precipitan. Un vandalismo certero saquea y destruye en Gammarth las casas y muebles de la familia Trabelsi, dueña del país; se incendian comisarías en la Goulette; se lucha en Le Kram y en otros puntos de la ciudad. A media tarde se anuncia el estado de excepción con un toque de queda a partir de las 18 h. El ejército ocupa el aeropuerto y cierra el espacio aéreo. Miembros de la familia Trabelsi son arrestados. El dictador Ben Alí abandona Túnez en un avión con destino desconocido. A las 18.50 en el canal 7, el hasta entonces primer ministro, Mohamed Ghanouchi, asume la presidencia interina del país comprometiéndose a convocar elecciones. En algunas calles, soldados y ciudadanos se abrazan. El primer acto, la derrota del dictador a manos de su pueblo, se ha consumado.
No es fácil saber qué pasará ahora. El nuevo gobierno es en realidad el viejo decapitado y su presidente pertenece al mismo partido; y ni siquiera tiene legitimidad constitucional para ocupar el cargo. EEUU y la UE han dirigido sin duda las operaciones en la sombra. Y quedan rescoldos encendidos -una policía refractaria y quizás saqueadora.- Pero ayer -cosa rarísima- hubo una victoria del pueblo y la menos previsible. El pueblo en el que menos se confiaba -un pueblo censado entre los vencidos y entregados- derrocó al dictador que más seguro se sentía. Podemos describir la lógica de las cosas, y es bueno hacerlo; pero jamás podremos saber en qué momento y por qué motivo suspende su dominio sobre el mundo. Los mismos que se rebelaban dignamente contra la oferta de Ben Alí, que quería venderles youtube a cambio de 66 muertos (finalmente más de cien), celebran hoy la victoria, pero desconfían y vigilan. Es que la conciencia de su dignidad, sus derechos y su fuerza es una felicidad siempre despierta.