La tensión está a tope en Egipto, donde el presidente Hosni Mubarak decretó el toque de queda el viernes por la noche. El presidente de la Comisión de Asuntos Extranjeros de la Asamblea, miembro del Partido Nacional Demócrata (PND) en el poder, ha hecho un llamamiento al presidente a «reformas sin precedentes» para evitar «una revolución». Mustafá Al-Fekki, en sus declaraciones en Al-Yazira el 28 de enero, añadió: «La opción de la seguridad sola no es suficiente y el presidente es el único que puede hacer que paren los sucesos». Las informaciones dan cuenta de la confraternización entre policías y manifestantes. ¿Estas primeras fisuras anuncian fracturas más importantes? ¿Qué hará el ejército, el pilar del poder?
Es imposible responder mientras este 28 de enero, por cuarto día consecutivo, decenas de miles de egipcios se manifiestan en El Cairo, Alejandría, Suez y en las grandes ciudades del país. Por todas partes se enfrentan a la policía y el poder ha tomado medidas excepcionales para aislar a este país de 80 millones de habitantes del resto del mundo –el corte de Internet es una «primicia mundial», titulaba un despacho de la agencia France Presse (AF)-. Sin embargo las imágenes, transmitidas por teléfono móvil o por las cadenas vía satélite, impiden la cuarentena del país.
Al mismo tiempo en Jordania y Yemen miles de personas salen a la calle y llaman a seguir el ejemplo de Túnez. En cada caso, el contexto es particular: tensiones entre el norte y el sur en Yemen; fricciones entre Jordanos «de pura cepa» y palestinos; la cuestión de los coptos en Egipto, etcétera. Pero, al mismo tiempo, la explosión nace de la misma acumulación de problemas, de frustraciones, de aspiraciones comunes al conjunto de la región.
En primer lugar la permanencia de regímenes autoritarios que nunca rinden cuentas a sus ciudadanos. Si existe (o más bien existía) una «excepcionalidad árabe», obviamente es ésta: esos regímenes han vivido una longevidad sin precedentes, y hasta la gran oleada de democratización que arrastró a Europa del Este, África o América Latina se ha estrellado en el muro de las dictaduras de Oriente Próximo y el Magreb: Mubarak es presidente desde 1982, M. Alí Abdalá Saleh dirige Yemen desde 1978 y, en Amán, Abdalá II sucedió en 1999 a su padre, que a su vez accedió al poder en 1952. Por no hablar de Siria, donde Bachar Al-Assad sustituyó a su padre, que había tomado el poder en 1970; de Marruecos donde el rey Mohamed VI sucedió en 1999 a su padre, quien había reinado desde 1961; de Libia, donde Gadafi castiga desde 1969 y prepara a su hijo para que le suceda. En cuanto a Ben Alí, presidía Túnez a su antojo desde 1989.
En cualquier caso, sean cuales sean las condiciones de cada país, en todos se violan los derechos individuales, políticos y de expresión. Los moukhabarat, la policía secreta egipcia, reafirman su omnipotencia y no es nada raro en Egipto, y en otros lugares, que se maltrate, torture y asesine a las personas detenidas. La publicación por parte de WikiLeaks de los telegramas enviados desde la embajada de Estados Unidos en El Cairo confirman lo que todo el mundo sabía (incluido Nicolas Sarkozy), pero que no impedía a unos y otros agasajar a ese fiel aliado de Occidente denunciando al mismo tiempo los mismos comportamientos en Irán («Egypte-Iran deux poids, deux mesures», Nouvelles d’Orient, 27 de noviembre de 2010). Esta arbitrariedad absoluta, que también se manifiesta en la vida diaria y pone a los ciudadanos a merced de las fuerzas del orden, alimenta una revolución que expresa por todas partes las ansias de dignidad.
Todos esos regímenes no sólo han acaparado el poder político, sino que además se han impuesto en el ámbito económico actuando a menudo como auténticos depredadores de las riquezas nacionales, como en el caso de Túnez. Los Estados que nacieron de las independencias, que en general garantizaban a sus ciudadanos una protección mínima, cierta cobertura social o acceso a la enseñanza, se han desintegrado frente a las embestidas de la corrupción y la globalización. Incluso el acceso a la universidad que antaño, en Egipto, abría la puerta para acceder a la función pública, ya no ofrece posibilidades a una juventud cada vez más frustrada que tiene que ver cómo se pavonean «los nuevos ricos».
En los años 70, el boom del petróleo ofrecía una salida a muchos, que emigraron al Golfo, pero esta región ya no es capaz de absorber los flujos crecientes de parados. Las cifras de crecimiento fijadas por los campeones del liberalismo económico, Egipto, Túnez o Jordania, a menudo son objetos de informes elogiosos de las organizaciones financieras internacionales –que no consiguen enmascarar la creciente pobreza-. Desde hace varios años los movimientos sociales se han afianzado en Egipto –grèves ouvrières, luttes paysannes, manifestaciones en los barrios periféricos de las grandes ciudades, etc.– así como en Túnez (Gafsa), Jordania o Yemen. Pero hasta ahora nunca se había expresado abierta y masivamente la voluntad de cambios políticos. El ejemplo tunecino ha reventado los cerrojos.
También se puede señalar que la lucha contra Israel, que ofrecía a menudo a los regímenes de Oriente Próximo un argumento para mantener su control –en nombre de la unidad contra el enemigo sionista-, ya no parece suficiente. Egipto y Jordania firmaron acuerdos de paz con Israel, y el conjunto del mundo árabe parece totalmente incapaz de reaccionar a la aniquilación sistemática de los palestinos. Que nadie se llame a engaño: un editorialista estadounidense, Robert Kaplan, remarcó en The New York Times (24 de enero) que «no son los demócratas, sino los autócratas como Sadat o el rey Hussein quienes firmaron la paz con Israel. Un autócrata sólidamente instalado puede hacer concesiones más fácilmente que un dirigente débil salido de las urnas (…)». Y en un llamamiento a los dirigentes estadounidenses a apoyar a los «autócratas» árabes se preguntaba «¿Realmente queremos que las grandes manifestaciones callejeras minen el poder de los dirigentes ilustrados como el rey Abdalá de Jordania?».
¿Y ahora? Cualquier pronóstico sobre Egipto es aventurado y nadie puede prever cómo seguirán los acontecimientos. ¿Qué harán los Hermanos Musulmanes, muy reticentes a entrar en un enfrentamiento con el poder y que finalmente han decidido unirse al movimiento? Mohammed El Baradei, el ex secretario general de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), ¿será capaz de federar a las diversas oposiciones? En cualquier caso la revolución tunecina ha abierto una puerta y ha enviado, como cantaba Jean Ferrat, «un viento de libertad más allá de las fronteras, a los pueblos extranjeros, que da vértigo…»