Escribe Francisco Moreira
El 9 de noviembre de 1918 la revolución obrera obligó al káiser Guillermo II a renunciar y terminó con el Imperio Alemán. La traición del Partido Socialista Alemán (SPD) y la Segunda Internacional salvó a la burguesía, que retuvo el poder. Como entonces, las decepciones y traiciones de los falsos “socialistas” de hoy, plantean la imperiosa necesidad de construir partidos revolucionarios.
A cuatro años de iniciada la “gran guerra” interimperialista (primera guerra mundial), el hartazgo de los soldados, trabajadores y campesinos alemanes provocado por las penurias padecidas y las sucesivas derrotas militares explotó en un amotinamiento en la flota apostada en la ciudad de Kiel, a orillas del Mar Báltico. A fines de octubre de 1918, los marineros se negaron a intervenir en la última batalla contra los británicos. Respondiendo a la represión del motín, desarmaron a los oficiales, ocuparon los barcos y liberaron a los presos. Formaron un “consejo de trabajadores y soldados” que tomó el control del puerto y envió delegaciones a todas las grandes ciudades alemanas. La revolución se extendió rápidamente por todo el país. Se formaron consejos que exigían la paz sin anexiones y el derrocamiento del káiser (emperador) Guillermo II. En la noche del 8 de noviembre un centenar de dirigentes revolucionarios ocuparon el Reichstag (Parlamento) en Berlín y conformaron un “consejo de representantes del pueblo”, llamando a un congreso de los consejos de soldados y trabajadores. La insurrección del 9 de noviembre obligó a abdicar al káiser, terminando con la monarquía, mientras una multitud en el Palacio Real y el Reichstag proclamó la “República Socialista”.
La traición de los falsos “socialistas”
Desde 1916 el poder en Alemania estaba de hecho en manos del Comando Militar Supremo, que había impuesto el estado de sitio, jornadas laborales de 12 horas y reducción salarial. Pero desde 1917 hubo masivas huelgas organizadas por 300.000 trabajadores de la industria bélica en Berlín, Leipzig y Dusseldorf. En enero de 1918 tuvo lugar un verdadero “ensayo de revolución”, con un millón de trabajadores en huelga general y movilizados por los consejos de trabajadores y soldados. Cada vez más manifestantes luchaban por el fin de la guerra, la paz sin anexiones, contra la carestía de la vida y contra la monarquía.1
La agitación en Alemania se sumó a la oleada revolucionaria que sacudió Europa, devastada por la carnicería de la guerra interimperialista. En febrero de 1917 cayó el zar (rey) Nicolas II de Rusia y en octubre los “soviets” (consejos de obreros, campesinos y soldados) tomaron el poder, instaurando el primer gobierno obrero y campesino revolucionario, dirigido por el partido bolchevique de Vladimir Lenin y León Trotsky. En noviembre de 1918, le tocó el turno al imperio alemán.
Pero ante la caída del káiser, el príncipe Max von Baden, canciller imperial, negoció la formación de un gobierno falsamente “socialista” con el principal partido obrero reformista, el Partido Socialista Alemán (SPD). El SPD y sus líderes Friedrich Ebert y Philipp Scheidemann celebraron “el nacimiento de la democracia alemana” y se dispusieron a conciliar con los partidos burgueses para definir la forma del Estado en el marco de la continuidad del régimen capitalista.
El SPD conducía al movimiento obrero alemán y a la Segunda Internacional. En el inicio de la guerra, tenía un millón de miembros, dos millones de afiliados en los sindicatos, 110 diputados nacionales, 220 provinciales y 2.886 municipales. Con el “socialista” Ebert como presidente del “nuevo gobierno de obreros”, el SPD consumaría la traición a la “revolución de noviembre”. Su objetivo no era lograr un gobierno revolucionario de los consejos de trabajadores y soldados en la lucha por el socialismo sino, por el contrario, sofocar el movimiento revolucionario y encauzar la nueva etapa republicana en los marcos del dominio burgués.